Ignacio Camacho-ABC
- Los barones quedarán como simples comentaristas si diluyen su crítica en la triste disciplina del patriotismo de siglas
Gillermo Fernández Vara, Javier Lambán y Emiliano García-Page son dirigentes socialistas sensatos y serios. Sus políticas podrán gustar más o menos, pero a la luz de los acontecimientos se puede afirmar sin riesgo que a España le iría mejor con cualquiera de ellos al frente del Gobierno. Representan, junto a Susana Díaz, los últimos restos del tardofelipismo pragmático, la cultura política de respeto institucional y de sentido de Estado que Sánchez ha liquidado para convertir al PSOE en una simple cobertura de su caudillismo cesáreo. Sus protestas ante el pacto con Bildu obedecen por una parte a la necesidad de sintonizar con un electorado que tiene demasiado reciente la cicatriz del terrorismo, y por otra a la clara incomodidad de conciencia, al chirrido moral que les provoca ese innecesario compromiso con los herederos de una banda de asesinos. Sin embargo, el momento crítico de la sociedad española requiere algo más que la expresión personal de un descontento tímido: su relevancia social exige que sean capaces de dar el paso de abrir una discusión formal en el partido.
No basta con unas líneas de reproche en Twitter o unas entrevistas en los medios. El salto cualitativo del presidente plantea a la socialdemocracia un dilema ético lo bastante intenso para que en los órganos de dirección se escuchen esas voces de desacuerdo. Es cierto que Sánchez laminó tras las primarias todo atisbo de debate interno al despojar a la jerarquía intermedia de cualquier función de contrapeso y establecer un modelo populista de liderazgo directo. Pero los «barones» disponen de legitimidad propia por su condición de gobernantes, y tienen que hacerla valer cuando una decisión que les concierne les provoca náuseas (Vara) porque «no tiene un pase» (Page). No son comentaristas de la actualidad, sino responsables de administraciones territoriales cuyos ciudadanos merecen una demostración de coraje. En el Comité Federal han de oírse sus argumentos discrepantes, y si se quedan solos al menos obligarán a sus compañeros a retratarse. Se trata de un asunto esencial, no contingente, ante el que no caben casuismos ni ambigüedades.
De otra manera las quejas no serán creíbles, o quedarán subsumidas en la triste disciplina del patriotismo de siglas. Ellos saben mejor que nadie que la ambición presidencial no sólo tiende a menoscabar el ejercicio de la inteligencia colectiva del partido sino a suprimirla. Y si lo consienten se convertirán en meros comparsas de una deriva de ruptura anticonstitucionalista que algunos exdirigentes históricos como Redondo Terreros, Laborda, Sotillos o Leguina tienen desde hace tiempo más que advertida. La lealtad también se demuestra con la crítica, y en cuestiones de principios -máxime si está por medio el honor de las víctimas- no hay actitud más digna que la de constituirse en una íntegra, coherente, orgullosa minoría.