Quienes por razones ideológicas disputan el derecho de sus adversarios políticos a formar parte de una mayoría que apruebe leyes, sustente gobiernos o tome cualquier clase de decisiones públicas demuestran un cuestionable talante democrático.
Lo dicho vale tanto para quienes rechazan como anatema que algún gobierno o ley cuente con los votos de Vox como para los que tratan de hacer ver que EH Bildu o ERC no son sostén legítimo de ninguna política de Estado. Nos guste o no, y a muchos no nos gusta ni lo uno ni lo otro, cuentan con el voto popular de parte de la ciudadanía española y eso tiene consecuencias.
Incluso cabría decir más: debe tenerlas, si de lo que se trata es de apostar por la democracia representativa y por el principio de que todos los votos son iguales, en un contexto en el que además han pasado a la Historia las mayorías absolutas de otros tiempos. Nada tiene de anómalo ni de escandaloso, más allá de la antipatía o del disgusto que le inspiren a cada cual, que los votos de esas formaciones políticas resulten cruciales para sacar adelante presupuestos y leyes o poder formar gobiernos.
Tampoco resulta per se intolerable ni inadmisible que en las negociaciones dirigidas a obtener sus apoyos se les ofrezcan a estas fuerzas políticas contrapartidas a cambio de sus votos. Es inherente no sólo al juego democrático, sino a cualquier forma de transacción entre seres humanos con intereses no idénticos. Cada uno ha de ceder algo al otro para propiciar el acuerdo.
El problema viene dado por la índole de las cesiones, sobre todo cuando se trata de fuerzas no sólo minoritarias, sino que promueven programas que chocan frontalmente con el sentir y el querer de una buena parte de la ciudadanía que respalda con sus votos a los partidos que pactan con ellas.
Por ejemplo, poner en cuestión ciertas conquistas de derechos que gozan de amplio consenso en la sociedad, como pretende Vox, o menoscabar las instituciones y los intereses del Estado, como declaradamente persiguen los de EH Bildu o ERC, que preferirían que ese Estado no existiera para poder llevar adelante sus proyectos políticos.
Cuando se cruza esa línea, lo que se deteriora es el sistema de confianza en el que descansan tanto la acción del Gobierno como sus relaciones con los ciudadanos y el resto de Estados. Si los derechos son cuestionables y contingentes, si el edificio del Estado es precario y desmontable, dejarán de fiarse de él propios y extraños, con efectos potencialmente desastrosos.
El reciente episodio de la crisis desencadenada a propósito del espionaje con Pegasus es un buen ejemplo. Medidas como abrir los secretos oficiales a personas que comparten militancia con quienes han estado al frente de organizaciones terroristas, o con conspiradores contra la integridad y la seguridad del Estado junto a potencias extranjeras hostiles, no sólo espantan a buena parte de la ciudadanía y a aquellos cuyas actividades reservadas se someten a semejante escrutinio. También a los otros Estados cuyos servicios de información vienen colaborando con el CNI y que ahora, quizá, se pensarán dos veces qué le facilitan.
Ir aún más allá, y aceptarles a estos socios la exigencia de sacrificar a los servidores públicos que cumpliendo con su deber se han ocupado de monitorizar actividades en contra del Estado, desborda cualquier concesión racional para entrar en un terreno en el que el proyecto de la minoría se impone al de la mayoría, sin que quepa vislumbrar otra razón para aceptarlo que el puro interés partidista (y a corto plazo) de quien así procede.
Hay otra confianza, acaso la más importante de todas, que se resiente con este tipo de decisiones. Antes o después, quien gobierna con la fuerza de los votos ha de acudir a las urnas a renovarla. Y defraudar a quien te votó no suele tener premio.