Andoni pérez Ayala-El Correo
Se podrá estar o no de acuerdo con la resolución de la Corte de Luxemburgo sobre el ‘caso Junqueras’, pero no es razonable cuestionar su autoridad como máximo órgano judicial europeo
Por si no había ya bastantes problemas para poder llevar a cabo la investidura y la formación del nuevo Gobierno, a la vista del complicado mapa parlamentario resultante de las últimas elecciones, la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha venido a complicar las cosas aún más de lo que ya lo estaban. Una vez más, el factor judicial ha irrumpido de lleno en el proceso político, lo que no es nada nuevo, condicionando cualquier decisión que pudiera adoptarse para tratar de dar salida a la situación crónica de bloqueo institucional en la que estamos.
En este momento, además, la irrupción judicial se ha producido cuando estábamos ocupados de forma intensiva en la difícil gestión de los resultados electorales del 10-N y, más en concreto, en las negociaciones sobre la investidura (el tercer intento en los últimos cinco meses) y el nuevo Ejecutivo. Cuestiones ambas que siguen pendientes a día de hoy tras un año en el que hemos asistido al hecho, que no deja de ser insólito, de que se hayan sucedido tres legislaturas distintas: la XII finalizó anticipadamente por los carnavales, en febrero, la fugaz XIII apenas pudo estrenarse y duró poco más de un verano, y la XIV, constituida este mes, no sabemos aún las sorpresas que nos puede deparar…
Es preciso puntualizar que no es tanto el hecho de las resoluciones judiciales en sí mismas lo que distorsiona el curso del proceso político sino, sobre todo, las reacciones que se suscitan en torno a ellas. En este sentido, son sumamente expresivos los términos y la forma en que se está desarrollando estos días la polémica en torno a la última, por ahora, resolución judicial de la Corte de Luxemburgo a propósito de la inmunidad parlamentaria del exvicepresident Junqueras. Más que sobre este asunto, que es el objeto del caso y que (conviene recordarlo) fue suscitado por el planteamiento de una cuestión prejudicial por el propio Tribunal Supremo, se aprovecha la ocasión para perorar sobre todo lo divino y lo humano; que la mayoría de las veces muy poco, o nada, tiene que ver con lo que el Tribunal de Justicia de la UE ha decidido.
Así, no faltan quienes han invocado la soberanía nacional, mancillada por los tribunales europeos y llamando poco menos que a la insumisión judicial frente a ellos, en algunos casos abiertamente y en otros buscando la forma de burlar hábilmente la sentencia del ‘caso Junqueras’. Se ha hablado también de atentado a la separación de poderes, al hacer caso omiso las instancias judiciales europeas de nuestra legislación para acceder a la condición de europarlamentario. No han faltado incluso, en un alarde de imaginación, las invocaciones bíblicas, alertando de que los hijos de las tinieblas son más hábiles que los de la luz en las lides europarlamentarias. Y para que nada falte en este florido jardín tampoco se ha desaprovechado la ocasión, desde posiciones contrapuestas, para hacer las más airadas descalificaciones globales del Supremo y de toda la judicatura española, la petición de anulación de todo el proceso judicial y de libertad de los encarcelados, la denuncia de la vulneración de los fundamentos del Estado de Derecho, de la falta de democracia y algunas otras cosillas más que no es fácil detectar qué tienen que ver con la sentencia.
Pero al margen de estas licencias discursivas, hay que decir que se trata de una resolución judicial que es una más entre otras, de las muchas sobre las que se pronuncia de forma continuada la máxima instancia judicial de la UE, de cuyo sistema institucional somos parte integrante por decisión propia, lo que no hay que olvidar. En ella, la Corte de Luxemburog se ha limitado a determinar, a instancia del Supremo español, el ámbito de la inmunidad parlamentaria de los eurodiputados y las condiciones en las que ésta se adquiere. Se podrá estar de acuerdo o no con la resolución, como con la de cualquier otro órgano judicial, pero no parece razonable cuestionar su autoridad como máxima instancia judicial en la interpretación del Derecho europeo, incluida como es lógico todo lo relativo a la condición de los europarlamentarios. Y hay que decir que la posición adoptada en este caso, admitiendo que se adquiere la condición de eurodiputado una vez que se proclaman los electos tras las elecciones, no parece que sea ninguna extravagancia jurídica.
Pero si desde el punto de vista jurídico la sentencia debe inscribirse en el marco de la normalidad jurisdiccional del Alto Tribunal europeo, sin embargo los efectos políticos que pueden derivarse (ya se han derivado) de ella sobrepasan el ámbito de la normalidad para condicionar de lleno el complicado proceso político que estamos viviendo. Muy especialmente por lo que se refiere a la introducción de nuevo material, altamente inflamable, que puede ser utilizado para añadir más problemas y dificultar más la salida a la situación de bloqueo institucional que venimos arrastrando a lo largo de todo el año que ahora finaliza. Lo que no es producto de la sentencia en sí misma, sino del uso interesado e instrumental que se hace de ella para apuntalar las posiciones propias; o peor aún, para arremeter contra los oponentes.
Finaliza el año en el que hemos tenido cuatro elecciones -municipales, europeas y dos generales-, tres legislaturas, dos investiduras frustradas (y otra en perspectiva)… y un solo Gobierno; eso sí, en funciones, que parece ser la constante institucional más firme del sistema político en estos últimos años. A falta de alguna inocentada aprovechando estas fechas, que nunca hay que descartar en una situación tan voluble como la que tenemos, solo cabe pedir a los Reyes Magos que nos traigan una investidura y un Gobierno (y unos Presupuestos) que, al menos, nos permitan empezar a funcionar en el nuevo año con un poco más de normalidad, o un poco menos de incertidumbre.