Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo
La globalización impone obligaciones tremendas, pero también derechos inimaginables
Hemos comprobado – esta vez sí que la letra nos ha entrado con sangre, que esta crisis es diabólica porque es exógena al sistema económico pero le afecta por ambos lados, el de la oferta y el de la demanda. La oferta se ha paralizado por las restricciones impuestas a las personas que no han podido acudir a trabajar, o lo han hecho con severas limitaciones, lo que ha incidido en los volúmenes de producción y se ha trasladado por las venas de la distribución a todo el sistema. Muchas empresas han cerrado por no alcanzar la categoría de ‘esenciales’, otras por ver interrumpida o alterada la cadena de suministros y muchas más por falta de demanda al tener a sus clientes recluidos en sus casas o con la fábricas paradas. La demanda, por su parte, se ha desplomado por culpa del confinamiento que ha impedido a los ciudadanos de todo el mundo hacer más compras de las estrictamente necesarias en tiendas de alimentación y farmacias.
Y ahora que recuperamos poco a poco eso tan horrible que es la nueva normalidad vemos que al tremendo confinamiento legal le va a seguir un horrible confinamiento mental. Hay muchos que pueden salir y no salen y muchos más que pueden consumir y no consumen. ¿Por qué? Pues porque el miedo al contagio se ha instalado entre nosotros. ¿Cuanto tiempo tardaremos en subir a un vagón del metro repleto? ¿Cuánto en entrar en una sala de cine? ¿Cuánto en viajar en un avión completo? ¿Cuánto en alojarnos en un hotel con pocos servicios? No lo sé, pero parece claro que la nueva normalidad va a resultar muy poco normal. En su momento, cuando empezó todo esto de la pandemia, pensamos que dos meses de Estado de Alarma era un plazo preocupante y más meses uno terrible. Pues hemos alcanzado el primer plazo y esto sigue…
Hay una cosa curiosa. Hemos parado la sociedad y dañado la economía para evitar contagios, pero esta semana nos han dado los primeros datos del estudio de prevalencia que se ha realizado y hemos recibido con tristeza y preocupación la evidencia que nos hemos contagiado muy pocos. Está claro que tenemos que contagiarnos todos, pero con orden, sin aglomeraciones…
También hemos desarrollado una forma de pensar que me preocupa. Creemos que hemos exagerado esto de la globalización, que debemos consumir menos y con más cabeza, es decir hay que comprar productos cercanos y repatriar muchas de las empresas deslocalizadas. Todo ello para beneficiar a nuestras empresas y evitar problemas de desabastecimiento.
Pues no lo tengo tan claro. Me parecen ideas peligrosas, si se llevan al extremo. Una cosa es que dejemos de consumir en invierno cerezas procedentes de Chile y otra, bien distinta, que interrumpamos el proceso de globalización que, además de benéfico, es inevitable. Al menos para nosotros. Lo es. Además de calcular nuestros movimientos hay que considerar los de los demás. Lo hemos visto esta misma semana. En Francia amenazan con dejar fuera de las ayudas públicas a las empresas, como Peugeot o Renault, que sigan produciendo en el extranjero pudiendo hacerlo en su país. Mientras que Nissan se encuentra en plena reorganización de sus producciones y es posible que las reparta por las plantas europeas de Renault, fuera de Cataluña.
¿Se imagina el daño que nos provocarían los franceses si hacen caso a lo que muchos piensan aquí? Sería terrible. Y ¿el turismo? Si fomentamos las vacaciones en España quizás recuperemos muchos de los 20 millones de españoles que salen al extranjero, pero ¿Qué pasará si no vienen los 84 millones de extranjeros que visitaron España en 2019?
Así que ojo con lo que deseamos, no vaya a ser que se cumplan nuestros deseos. La globalización impone obligaciones tremendas, pero también nos habilita derechos inimaginables. Mucho cuidado al elegir bando. Si todo el mundo se antiglobaliza, nosotros perdemos. No lo dude.