Cuidar la unión

JOSÉ M. DE AREILZA – ABC – 25/03/17

· Montesquieu en sus Pensamientos sugería el modo de incluir a Europa en los círculos del afecto y la lealtad: “Si supiera que algo es útil para mí y dañino para mi familia, me lo quitaría de la cabeza. Si supiera que algo es útil a mi familia, pero no para mi país, intentaría olvidarme de ello. Si supiera que algo es útil a mi país y dañino para Europa, o útil para Europa pero dañino con la Humanidad, lo consideraría como un crimen.

«La Europa de la reconciliación que quita las barreras y las aduanas, ha cumplido 60 sin que pasen los años». El 13 octubre de 1955 empezó a trabajar en París bajo la dirección de Jean Monnet el Comité de Acción para los Estados Unidos de Europa. Esta iniciativa era la respuesta personal del antiguo vendedor de cognac al fracaso de la Comunidad Europea de Defensa (en realidad, el enésimo Plan Monnet), guillotinado por la Asamblea Nacional francesa en agosto de 1954.

El diminuto comité se proponía nada menos que crear un entorno político favorable en los seis países miembros de la Comunidad del Carbón y del Acero para poner en pie las comunidades de la energía atómica y del mercado común. En un piso lleno de papeles en la avenida Foch redactaba estos proyectos y proponía mejoras. La capacidad de Monnet para atraer a las cabezas más brillantes, capaces de trabajar para organizar las relaciones entre Estados, era ya legendaria a ambos lados del Atlántico.

Los impulsores del pacto de Roma eran muy conscientes de que Francia se resistía a que Alemania se reindustrializase más allá del carbón y el acero. Los soviéticos no dejaban de trasladar su clara negativa a que se profundizase en la unidad europea. Los británicos no querían el lanzamiento de las dos nuevas comunidades. El Gobierno de Londres no aceptaba el principio supranacional que hacía diferente e irreversible el proceso de integración. Un viejo amigo de Jean Monnet, John Foster Dulles, secretario de Estado de Eisenhower, respaldó plenamente su idea favorable a expandir la Comunidad de seis países y solicitó a su presidente que tratase este asunto con los ingleses Eden y MacMillan para que cejasen en sus intentos de boicot.

La utopía formulada por la generación Monnet, de la que tanto hay que aprender, ha ido mucho más allá de lo que se podía esperar. Las Comunidades sacaron a los Estados nación de su obsolescencia, pero al precio de que dejaran atrás el nacionalismo. Hoy como ayer, éste es el enemigo más peligroso, en nuestros días promovido por los movimientos populistas. Son los mismos agitadores los que exacerban los miedos ante las numerosas incertidumbres de la nueva revolución industrial en curso, en forma de disrupción digital, una realidad de consecuencias transformadoras en todos los ámbitos.

Pero la Unión del presente, aglutinada por los miedos, aún no ha encontrado los resortes para reinventarse. Hemos de empezar por cuidar la unidad alcanzada, porque ya no es un estado de la historia europea que no pueda volver atrás. Tras el final de la guerra fría aguardábamos con seguridad tiempos cada vez mejores. Ahora, algo no va bien y podría ir definitivamente mal. Desde el portazo gaullista, la unidad europea no había atravesado por ningún momento de poderoso rechazo hasta la salida británica 60 años después. Tampoco había perdido nunca el apoyo de la presidencia norteamericana.

Los efectos de la crisis económica y la de refugiados, sumados al auge de los populismos, las amenazas terroristas y el anuncio desgarrador del Brexit, conforman un ciclo europeo adverso como no se recordaba. Aún así, desde 2010 ha habido verdadero liderazgo para rediseñar la moneda común. Contamos con una visión clara para completar el gobierno económico de la eurozona, y ninguno de sus elementos del Informe de los Cinco Presidentes puede quedarse en un ejercicio retórico.

Nuestra Unión debe seguir justificándose por sus resultados favorables a sus Estados miembros, añadiéndoles prosperidad y estabilidad. Con el viento del proteccionismo soplando desde la Casa Blanca y los titubeos de Donald Trump sobre el futuro del vínculo atlántico, Europa tiene que influir todavía más en la gobernanza mundial –libre comercio, multilateralisimo, protección de los derechos fundamentales, lucha contra el cambio climático– y ejercer sus responsabilidades en cuestiones de seguridad y defensa.

Pero se ha transferido tanto poder al nivel europeo que se ha hecho preciso ahondar en las otras dos fuentes de legitimidad de cualquier sistema político. Por un lado, la basada en el proceso, que llevaría a poner en pie a medio plazo un gobierno democrático europeo. Por otro, la legitimidad que se expresa a través de la identidad compartida: no podemos ocultar tras un lenguaje tecnocrático la riqueza de valores europeos de nuestra larga historia común.

Al mismo tiempo, el mercado europeo representa el cuidado equilibrio de la integración, que suma identidades y no percibe la democracia nacional como un obstáculo al que hay que superar, sino una condición necesaria para su legitimidad. Por eso el preámbulo de Roma propone «una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa», y pone el acento tanto en la duración ilimitada del proyecto como en el valor de la diversidad. La Unión Europea de nuestros días es una federación legal y una confederación política, una tercera vía acertada entre una insuficiente organización internacional y una contraproducente federación estatal.

La experiencia demuestra que la idea de una Europa a varias velocidades, de nuevo en boga, sirve para poder experimentar nuevos pasos con mayor flexibilidad. También, que a veces esta propuesta se utiliza como un mantra para intentar desmontar lo conseguido juntos. Joseph Weiler, el gran teórico de la integración, ha advertido que solo conservaremos sus logros de civilización si aceptamos que no podemos no ser europeos, es decir, que la Unión es nuestra comunidad existencial. Mientras la reformulamos como un proyecto atractivo, la emoción de relacionarse y seguir juntos, esa Europa de la reconciliación que quita las barreras y las aduanas, ha cumplido 60 sin que pasen los años.

Hace más de dos siglos y medio Montesquieu en sus Pensamientos sugería el modo de incluir a Europa en los círculos del afecto y la lealtad: «si supiera que algo es útil para mí y dañino para mi familia, me lo quitaría de la cabeza. Si supiera que algo es útil a mi familia, pero no para mi país, intentaría olvidarme de ello. Si supiera que algo es útil a mi país y dañino para Europa, o útil para Europa pero dañino con la Humanidad, lo consideraría como un crimen».

JOSÉ M. DE AREILZA ES PROFESOR DE ESADE Y SECRETARIO GENERAL DE ASPEN INSTITUTE ESPAÑA – ABC – 25/03/17