ANTONIO RIVERA-EL CORREO
  • El colapso de la relación entre los grandes partidos debilita las instituciones hasta poner en peligro el propio sistema. No se ve solución, ni liderazgo

Cultura política es un concepto de semántica densa y diversa. Es el conjunto predominante de actitudes que comparte una población ante la vida social. Explicaría los fundamentos de estabilidad de un sistema político y, más en concreto, de uno democrático. La gente de un lugar coincide en criterios que permiten hablar de una cultura política, por ejemplo, española, distinta en parte de la francesa. A la vez, el concepto se refiere a los sistemas de creencias que identifican los comportamientos de un sector político; lo que llamaríamos una cultura política en tanto que ideológica (liberal, socialista…). El término remite entonces al resultado común compartido que genera la acción de diferentes subgrupos en competencia.

Esa relación entre lo común y lo distintivo explica el gravísimo conflicto institucional que vivimos y que encuentra causa en lo sucedido en los últimos años. Simplificando mucho, desde la Transición, con gobiernos mayoritariamente de izquierdas, pero también de derechas, una cultura política española se asentó; cuando entró en crisis, algunos la denominaron cultura política o régimen del 78. Aquel tiempo encontró su final en 2004, cuando un atentado mal respondido desde el Gobierno dio lugar a un cambio de color de este. La izquierda de Rodríguez Zapatero revolucionó la cultura política española, introduciendo, además de medidas sociales (la Ley de Dependencia), valores posmaterialistas y consideraciones identitarias que ofuscaron a sus opositores de derechas. Para estos, era un gobernante ilegítimo por cómo había llegado al poder e indigno por los temas que incorporaba al debate. De la tensa relación entre culturas políticas se pasó a la descalificación entre contrarios; de competidores se transitaba hacia la condición de enemigos.

La crisis sistémica de 2008 no ayudó a recomponer puentes porque las políticas de contención de gasto quebraron el consenso social. Una salida de la crisis tan desigual redujo la confianza en los partidos tradicionales y amplió las dos culturas políticas básicas con nuevos grupos generacionales. Al colapso del sistema de partidos se le sumó un doble cisma local: la corrupción y el proceso secesionista catalán, respondido por una derecha gubernamental debilitada que empezó a tirar de los recursos del Estado (policiales, inteligencia, judiciales, legislativos) ante su falta de ideas y de autoridad política.

Desde entonces, la tensión entre las dos grandes culturas políticas se intensificó, mostrándose incapaces tanto de llegar a acuerdos de Estado en situaciones tan extraordinarias como de ensayar otras mayorías a un lado y otro incorporando a las nuevas formaciones. Los movimientos internos en ambos partidos favorecieron sus respectivas expresiones radicalizadas y sectarias. Por su parte, los recién llegados no incorporaron mesura, sino comportamientos de cara a la galería o formas de hacer política típicamente populista.

La fase última iniciada con la moción de censura y el Gobierno de izquierdas con apoyo de nacionalistas complicó todavía más la situación. Para una derecha enrabietada, la ilegitimidad de Zapatero la superó ahora Sánchez al ocupar su cargo de manera infame. Los líderes de la izquierda y la derecha procedieron a negarse mutuamente su condición de interlocutores. Por rechazo o por necesidad, los partidos antiespañoles catalanes y vascos cobraron protagonismo e influencia inéditas, y la razón y política de Estado saltaron por los aires. El filibusterismo y las artimañas legales se pusieron a la orden del día, sin que resulte fácil distinguir quién empezó cada una de las batallas y quién lo complicó aún más con su respuesta o reacción.

Lejos de reformarse, la vampirización partidaria de los organismos de control institucional llegó a su extremo y el sistema de contrapesos resulta por completo ineficaz. Los seguidores más entusiastas de cada cultura política y, sobre todo, sus voceros mediáticos se han convertido en ‘hooligans’ de sus líderes y partidos, de los que ha desaparecido la discrepancia interna. La población asiste estupefacta a tamaño espectáculo, pero, estimulada reactivamente por el temor a su respectivo contrario, acudirá presta a las urnas para evitar la posible victoria de este. El problema seguirá creciendo.

Las recientes culturas políticas de partidos viejos y nuevos han conformado una cultura política nacional donde lo institucional se ha debilitado hasta poner en peligro el propio sistema, que se soporta en la confianza entre diferentes y no en la beligerancia extrema. Los episodios que hoy nos quitan el sueño no serán mañana sino puntuales secuencias de un problema de envergadura para el que no se ve solución, ni liderazgo ni actitud social. Recomponer un mínimo de entendimiento es urgente y eso solo lo pueden hacer los responsables de las dos grandes culturas políticas españolas. Pero ¿están por la labor?