Alejo Vidal Cuadras-Vozpópuli
Basta observar con ojos imparciales la evolución del nivel de nuestra clase política desde la Transición para que a uno se le encoja el ánimo
De manera periódica, los partidos políticos se ven sacudidos por crisis provocadas por el enfrentamiento entre su dirección central y sus ramas territoriales que exigen un funcionamiento de la organización más descentralizado, demandan mayor autonomía de decisión en su ámbito y pretenden elegir a sus cargos y candidatos sin interferencias de los máximo responsables nacionales. Este es un fenómeno derivado de la naturaleza misma de los partidos y ninguno escapa de estas tensiones.
Dimisiones en Vox
En estos días, se multiplican las noticias sobre dimisiones de diputados, concejales y cargos orgánicos de Vox, debidamente magnificadas por los medios de izquierda hostiles a esta formación conservadora. Procesos similares se han producido en Ciudadanos y Podemos recientemente, mientras que en las dos principales fuerzas, PP y PSOE, más asentadas y burocratizadas, semejantes molestias se dan con menos frecuencia y son amortiguados rápidamente por el gran tamaño de la máquina partidaria y por el férreo control de los que mandan desde Madrid.
A partir del enunciado por Robert Michels de su célebre ley de hierro de las oligarquías hace ya más de un siglo, esta inclinación supuestamente inevitable a concentrar el poder de toda organización en unas pocas manos se ha incorporado a nuestra forma de entender la política y no faltan voces que la ven incluso como necesaria y beneficiosa para un correcto funcionamiento de la democracia. La frase de Miguel Herrero de Miñón afirmando que en el PP no había una cúpula, sino un minarete, o la exclamación de aquel diputado de Alianza Popular “¡Aquí viene mi elector!” cuando hizo su entrada en el hemiciclo Manuel Fraga, son expresiones humorísticas del carácter inexorablemente dictatorial de los órganos centrales de los partidos y del control omnímodo del líder sobre la distribución de prebendas, la elaboración y aplicación de la estrategia y el desarrollo de la táctica.
Quien decide las candidaturas domina de manera implacable el partido y los aspirantes a figurar en las mismas en puestos de salida no tienen más remedio que plegarse a la voluntad del jefe
En el caso español, este esquema de actuación está estrechamente ligado a nuestra normativa electoral de listas cerradas y bloqueadas y de grandes circunscripciones con centenares de miles o incluso millones de votantes. Quien decide las candidaturas domina de manera implacable el partido y los aspirantes a figurar en las mismas en puestos de salida no tienen más remedio que plegarse a la voluntad del jefe si no quieren verse excluidos.
La pregunta que cabe plantear es si, tal como teorizó Michels y vienen practicando no pocos partidos en el mundo libre desde hace mucho tiempo, la dicha ley de hierro es efectivamente insoslayable y sólo cabe resignarse a su cumplimiento o, pese a su yugo, hay alternativas a su rígido mandato. Sin negar la deriva connatural de cualquier grupo humano numeroso y complejo hacia la consecución eficiente de sus fines concretos a costa de rebajar la participación de sus integrantes en el proceso decisional para confiárselo a un reducido núcleo de “expertos”, es perfectamente posible introducir una mejor y más amplia democracia interna en los partidos, tal como establece, por cierto, el artículo 6 de la Constitución de 1978.
Otro factor a tener en cuenta en relación a la falta de democracia interna es el de la aparición de mecanismos perversos de selección inversa, es decir, el aumento alarmante de la probabilidad de que alcancen los puestos de mayor responsabilidad los menos aptos intelectual y moralmente en detrimento de los más preparados y más honrados. Basta observar con ojos imparciales la evolución del nivel de nuestra clase política desde la Transición hasta la actualidad para que a uno se le encoja el ánimo.
Sistema mayoritario
Yendo a la política comparada nos encontramos, sobre todo en países de tradición anglosajona, modalidades de funcionamiento de los partidos que, sin carecer de defectos, corrigen en alguna medida las patologías que padecemos en nuestros lares. Partidos en los que los militantes eligen a los candidatos y en los que los cargos orgánicos internos no son diputados ni concejales, sino gestores profesionales neutrales. Las primarias no tienen sentido si el aparato no se mantiene ajeno a las mismas y la ley electoral ha de garantizar una conexión real entre representantes y representados, lo que se facilita razonablemente con un sistema mayoritario a dos vueltas o con el sistema mixto a la alemana acompañado de circunscripciones de dimensión manejable y de censo electoral similar en volumen demográfico.
Esta, la del funcionamiento interno de los partidos, es una de las reformas de nuestra arquitectura institucional que más notoriamente contribuiría a sanear nuestra democracia y a sustituir los minaretes, las cúpulas y los grandes electores por verdaderos servidores públicos atentos al bien común y sólidamente equipados técnica y éticamente. Naturalmente, las resistencias a vencer para un cambio de este tipo serían enormes, pero el mantenimiento del statu quo en esta cuestión, añadido a tantas otras dificultades existenciales que nos asedian, aumenta considerablemente el peso de la piedra que, atada al cuello de nuestra Monarquía parlamentaria y constitucional, la arrastra indefectiblemente al abismo.