Pablo Pombo-El Confidencial
Faltan pocos días para la vuelta al cole y no es fácil encontrar mimbres para la confianza, cuesta tanto como averiguar para qué sirve tener un Ministerio de Educación
Quizá lo peor haya ocurrido ya, por fuera de la salud y del dinero. Y haga falta comenzar a buscar un remedio en lo más hondo. Algo no va bien dentro del nosotros. Fibra moral. El obsceno, el desigual impacto de la pandemia dice más de España que cualquier espejo. Refleja la injusticia, la mezquindad y la banalidad que existen en el conjunto de nuestra sociedad.
Quizá no llegue nunca la mañana en que empecemos a preguntarnos qué fue lo que nos llevó a permitir la muerte miserable de tantas personas mayores. Su abandono. Nuestra dejadez. Su terror. Nuestra indiferencia. Es posible que prefiramos pasar página, mejor dicho, que decidamos no escribir lo que pasó. Capítulo desterrado en el juego de rojos y azules de la memoria histórica patria. Un consenso, en esto sí.
Probablemente, no dedicaremos ninguna tarde a preguntarnos por qué el número de contagios es mayor en los barrios pobres que en los barrios ricos, porqué son tantos los trabajadores llamados a hacerse la prueba que no aparecen. Algo no va bien. Algo muy serio no va bien, cuando alguien teme que averiguar si está sano puede dejar la casa sin pan.
Seguramente, muchas preguntas quedarán en el aire. La magnitud del impacto psicológico entre los que necesitan ayuda, entre los que están solos. El perímetro de la violencia de género. El aumento del alcoholismo, las otras adicciones. Sin embargo, con toda certeza, pronto, cuando caiga la noche y acostemos a nuestros hijos, quedarán encendidos dos signos de interrogación en seis millones de hogares españoles.
¿Cuántos estudiantes tendrán miedo a regresar al aula? ¿Cómo se les puede reconfortar si nosotros mismos venimos acumulando más y más incertidumbre desde el principio mismo de la pandemia? ¿Qué se le puede decir a un hijo cuando vive en la nación más expuesta al virus de toda Europa, el Gobierno pasa de garantizar el derecho a la salud y la educación, y los profesores anuncian huelga en pleno agosto?
No podemos desarmar la preocupación desde la experiencia. Los menores españoles han sufrido el confinamiento más severo y más prolongado de Europa. Todavía nadie sabe con base en qué criterio científico se tomó aquella decisión que perjudicó su crecimiento y su desarrollo. Empezamos viendo que los perros podían salir a la calle pero ellos no. Terminamos comprobando que los escolares de otras naciones finalizaban su curso pero ellos no. Entremedias, la educación a distancia se convirtió en una lotería de la que, por cierto, quedaban directamente fuera uno de cada 10 chavales, los que no tienen acceso a la red.
Tampoco es posible hilar argumentos desde el presente. Ahora puede comprobarse que la desescalada se llevó a cabo sin orden ni planificación, aceleradamente. El plan de Moncloa solo contenía dos puntos. Primero: pasar la patata sanitaria a las autonomías para proteger a Sánchez del desgaste. Segundo: poner velitas a los turistas que no han venido para decir que llegaba la recuperación. Como consecuencia, el verano trajo rebrotes en lugar de brotes verdes. Doble fracaso, porque el dilema es falso. No es verdad que se pueda elegir entre la salud y la economía. Si desatiendes lo primero, destrozas lo segundo.
Faltan pocos días para la vuelta al cole y no es fácil encontrar mimbres para la confianza, cuesta tanto como averiguar para qué sirve tener un Ministerio de Educación. Es muy difícil evitar la impresión de desprotección, la sensación de improvisación. Cuesta tanto como averiguar a qué demonios ha dedicado este verano la administración educativa en su conjunto, qué prioridad es más urgente que garantizar la seguridad con las mismas instrucciones para todos los alumnos en todos los centros del país.
El Gobierno puede estar midiendo mal el sentir de los estudiantes, los profesores y los padres. Debería andarse con cuidado, porque hay mucho malestar acumulado. Ojo, porque este es un país en el que las movilizaciones que se activan desde el espacio educativo anticipan y aceleran históricamente las olas de rechazo a quien detenta el poder. Por cierto, cuando el mar ruge, más todavía en una situación como la actual, tratar de repartir la culpa o ampararse en el organigrama de competencias puede valer para lo mismo que ponerse un flotador pinchado.
El comienzo del curso académico está tomando una temperatura social que no bajará sin más. Celebrar la conferencia de presidentes que increíblemente sigue sin fecha no va a servir para despejar el desasosiego, la ansiedad. Haber dejado la tarea para el final impedirá que muchas indicaciones puedan llevarse a la práctica. Además, se han perdido dos meses muy valiosos para desplegar —por fin— una formación a distancia digna de un país avanzado.
Añadamos a lo operativo dos capas adicionales de estrés: la tensión por la crisis económica que va a vivirse en muchas casas y la imposibilidad real de dar más de sí que puede regresar si hay nuevos confinamientos.
Sin los abuelos porque son grupo de riesgo, muchos padres —sobre todo, muchas madres— han tenido que hacer reuniones laborales de Zoom mientras pisaban las piezas de Lego en el salón, ponían un filete en la sartén, intentaban que el crío no pasase el día con la videoconsola y revisaban los ejercicios de matemáticas. Segundas partes nunca fueron buenas.
Cuidado, porque los que cumplen están viendo mucha pequeñez no solo en lo formal, en el partidismo, la polarización y la propaganda; también en la cuestión de fondo.
La amenaza de que toda una generación salga injusta e injustificablemente golpeada en los años más decisivos de su vida, que son los de su formación, es real. Y no se aprecia sentido de la urgencia, de responsabilidad, en el Gobierno. Sentido del deber. Cuando eso pasa y se transparenta, cuando una misión de esta envergadura se desatiende por incapacidad, por pereza o por banalidad, no es del todo raro que más de uno se pregunte si tiene sentido pasar de la pena a la indignación.