JESÚS PRIETO MENDAZA-EL CORREO

La reconciliación entre víctimas y victimarios ha de ser compleja, plural y cultural. Y para que el perdón sea otorgado es conveniente que sea demandado por el perpetrador

Cuesta creer, como se dice en el interesante libro ‘Hacia la reconciliación. Una mirada compartida entre el País Vasco y Colombia’ (Félix Arrieta y Grace Boffey), que una sociedad pueda haber permitido que los odios se exacerbaran hasta el extremo de provocar que la dignidad de las personas resultara desvanecida y opaca, hasta llegar a considerar que una parte de sus conciudadanos pudiera ser descartada, desechada, suprimida o dada de baja. Suena terrible leerlo, pero es mucho más cruel haberlo sufrido y recordar que un proyecto con objetivos totalitarios emprendió esa tarea, con sinigual empeño, en nuestra tierra vasca hasta hace muy poco. Por ello resultó duro escuchar los testimonios de las víctimas, aquellas ‘dadas de baja’, que se dieron cita en el Día de la Memoria, organizado por el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo. Contaron su experiencia el ertzaina Enrike Barañano, quien vivió años gracias al ‘orfidal’ y al apoyo de su mujer; el joven atleta marroquí Rashid El Jaddani, a quien el atentado del 11-M truncó su carrera deportiva; y el capitán de infantería Juan José Alistre, a quien ETA dejó sin piernas en Salamanca, no sin dignidad, en una silla de ruedas.

Y finalizó Maribel Lolo Vázquez. Su padre, Jesús Lolo Jato, era policía municipal en Portugalete. El 15 de abril de 1978 un miembro de ETA le disparó un tiro que atravesó su médula espinal y lo dejó tetrapléjico. Su familia y las fuerzas de seguridad temieron que pudiera ser rematado en su cama del hospital. Resulta increíble, pero hemos de aceptar que entonces la red de delatores y colaboradores llegaba a todos los extractos de la sociedad vasca. Maribel, emocionada, agradeció al doctor Echevarría sus esfuerzos por salvar la vida de su padre, trabajo que le fue agradecido con la amenaza de muerte por parte de la organización terrorista. También nos contó cómo aquella bala no sólo atravesó el cuerpo de su padre, sino que aquella bala, lubricada de ponzoña, también traspasó a toda su familia.

Al poco tiempo debieron abandonar el País Vasco. Fueron ‘dados de baja’. Con emoción contenida seguimos escuchando su relato. Su padre, ya en silla de ruedas y peregrinando de hospital en hospital, les dijo que pudo haber disparado al terrorista, pero no lo hizo pues le resultaba insufrible la idea de acabar con la vida de alguien. Jesús Lolo, integrante de ese 40% de atentados sin resolver, perdonó al perpetrador y educó a su familia para que no albergaran sentimientos de odio ni de rencor. Precisamente por eso, a esta joven le resulta tan extraño ver en manifestaciones o recibimientos a presos terroristas (ongi etorris) a numerosos niños y jóvenes. Maribel afirmó que eso a ella le parece un grave signo de anormalidad social y una invitación a reproducir el odio en las nuevas generaciones. A mí también.

Estos testimonios nos confrontan con una realidad, como es la de establecer mecanismos de recuperación ética si de verdad deseamos que nuestros hijos vivan en una sociedad reconciliada. Ciertamente el reto no es fácil, pero resulta imprescindible eliminar esas incertidumbres mencionadas para avanzar hacia espacios de convivencia en los que, desde el abordaje del pasado, y en él la narrativa de las víctimas se convierte en fundamento, podamos acariciar el deseado futuro de reconciliación.

Y esa reconciliación, como explica el filósofo Xabier Etxeberria en el texto antes mencionado, ha de ser necesariamente compleja, plural y cultural. «La reconciliación demanda bases fuertes compuestas por una verdad compleja y bidimensional (empírica y moral). El primer paso para restaurar las relaciones es tender puentes para la reconstrucción de la confianza entre las partes, y la verdad es imprescindible para ello… La reconstrucción de la verdad no solamente contribuye a la elaboración emocional de los duelos de las víctimas y la aceptación de la culpa de los victimarios, sino que también sirve para comprender mejor cómo se desarrollan los episodios de victimación y violencia y para establecer compromisos de no repetición». En este sentido, existen ejemplos paradigmáticos en los que una víctima ha llegado a otorgar el perdón al victimario. Es el caso de mi querida Maixabel Lasa con respecto al asesino de su marido, Ibon Etxazarreta, un hombre que ha sido recuperado para la sociedad gracias a la generosidad inmensa de la viuda de Juanmari Jauregi. Un proceso deseable, pues como afirma Etxebarria, «en estos procesos, aun siendo social y psíquicamente muy costosos, hay un gran valor del que se benefician tanto la víctima como el victimario y la sociedad».

No todas las víctimas pueden hacer este recorrido, pues cada proceso de duelo es distinto y ha de ser respetado (siempre me he posicionado en contra de la perversidad que supone hacer una categorización de víctimas buenas y malas), pero hemos de aceptar su profundo carácter sanador, destacando algo fundamental, cual es que el victimario ha demandado el perdón de su víctima. Y es ésta una cuestión crucial, que muchos desean obviar de forma interesada y que suele ocultarse. Para que ese perdón, pócima inmejorable para la reconciliación, sea otorgado es más que conveniente que sea demandado por el perpetrador, ya que ni los sufrimientos ni los acercamientos entre víctimas y victimarios resultan simétricos, por el contrario, son profundamente asimétricos (Galo Bilbao, 2008). Esa sería la mejor manera de darles, definitivamente, de nuevo de alta en nuestra sociedad.