Kepa Aulestia-El Correo

 

La investidura de Pedro Sánchez y la gobernabilidad del país dependen de ERC, una vez suscrito el preacuerdo entre ‘rosas’ y ‘morados’. Hasta la más desordenada de las estrategias políticas se basa en su necesidad principal. En este caso, ERC quiere ganar las elecciones autonómicas, cuya fecha está en manos de Torra y de Puigdemont. Todos sus otros propósitos obedecen a ese objetivo: la presidencia de la Generalitat. Sus diputados en el Congreso se abstendrán en la investidura de Sánchez siempre que les convenga para dar el salto en Cataluña. Pero sus pérdidas de votos y escaños el 10-N a favor de la CUP, e incluso de JxCat, en el ‘territori’ -las localidades al margen de la metrópoli barcelonesa- inquieta a las bases ‘republicanas’ y a su dirección. ERC es un partido singular también por su timidez; porque tiende a arrugarse ante la transmutación de la hegemonía convergente en una suerte de régimen que acalla toda reflexión crítica en el seno del independentismo.

ERC es tan singular, que fueron Marta Rovira y Oriol Junqueras -en ese orden- quienes cerraron el paso al hoy desatado Puigdemont, cuando éste se inclinaba por convocar elecciones autonómicas, para evitar el 155, entre el 26 y el 27 de octubre de 2017. Bastaron una madrugada insoportable de improperios a voz en grito en el Palau, y la visita posterior de un pequeño grupo de jóvenes que irrumpieron en la plaza Sant Jaume denunciando «traición», para que el autoexiliado en Waterloo se aviniese a las exigencias de ERC. Episodio respecto al que ninguno de sus dirigentes ha emitido señal alguna de autocrítica; porque hace dos años todos ellos eran partícipes de la unilateralidad. Hoy ERC aparece como la cara moderada, pragmática, del independentismo. Pero las causas que los socialistas esgrimen para mantener reservas ante el concurso del ‘republicanismo’ secesionista en su nueva misión -su voto contrario al proyecto presupuestario para 2019 y a la designación de Miquel Iceta como senador autonómico- se quedan cortas ante la imprevisibilidad de sus actos posteriores.

Llorens, Maciá, Companys, Tarradellas, Barrera, Colom, Carbonell, Carod-Rovira, Puigcercós y Junqueras componen una línea discontinua de ochenta y ocho años de historia. Con la singular característica de que en cada etapa dirigentes y afiliados renuevan drásticamente la composición humana de un grupo político adepto a las emociones, pero timorato. Si hubiera que dictar un juicio moral, es mejor gente que la metamorfoseada de Convergència. Como si, a pesar de su naturaleza cambiante, ERC continuara fiel al testamento del president Lluís Companys en vísperas de su fusilamiento: «A cuantos me han agraviado perdono; a cuantos haya podido agraviar pido perdón». Una ética políticamente peligrosa, porque descree de la estabilidad.