De Arana a Ibarretxe

Polemizando con el profesor Ramón Zallo, el autor abunda en la vigencia en el mundo nacionalista actual de cuatro dogmas de Sabino Arana: la visión mitificada de la historia del pueblo vasco, el antagonismo maniqueo Euskadi/España, la concepción esencialista y patrimonial de Euskadi, y el etnicismo.

Al cabo de un mes de publicar mi artículo ‘El retorno de Sabino Arana’ (EL CORREO, 25-11-03), me ha sorprendido que el profesor Ramón Zallo tenga la deferencia de dedicar todo un artículo a intentar rebatirlo (‘La crítica rutinaria al nacionalismo vasco’, 23-12-03). De él lo primero que llama la atención es que utiliza mi escrito como pretexto para contestar a otros críticos, sean historiadores o periodistas, a quienes no se atreve a nombrar expresamente: «En la Prensa y en la historiografía -y esto no va por De la Granja- suelen tener mejor suerte los conservadores». «Un efecto del antinacionalismo militante impermeable y visceral -y no es el caso de De la Granja, que es un historiador serio- es que impide a los críticos renovar el repertorio», etcétera.

Precisamente, como historiador dedicado desde hace décadas al estudio del nacionalismo vasco, he constatado en los últimos años que el PNV (así como el conjunto del movimiento nacionalista) ha retornado a la doctrina de su fundador, al aranismo. Ésta es una de las tesis de mi reciente libro ‘El siglo de Euskadi’ (Tecnos), en cuyo prólogo señalo tres dogmas de Sabino Arana que continúan vigentes en el nacionalismo de nuestros días: la visión mitificada de la historia del pueblo vasco, el antagonismo maniqueo Euskadi/España y la concepción esencialista y patrimonial de Euskadi. A ellos añadía en el artículo mencionado la permanencia en cierta medida del etnicismo.

Este análisis histórico del momento político actual por el que atraviesa dicho movimiento, ¿resulta erróneo o rutinario? Zallo no lo demuestra en absoluto en su artículo, a pesar de que escribe que «la crítica de De la Granja -por otra parte tan común en la historiografía progresista- no funciona del todo bien por dos razones. Una, por olvido del contrapeso y otra, por adelgazamiento». Y desarrolla tales razones, que cabe resumir así: las derechas e izquierdas españolas incurren en esos mismos rasgos y, además, no es para tanto en el caso del nacionalismo vasco.

Centrándonos, en aras de la brevedad, en el ‘adelgazamiento’, Zallo no sólo no refuta mis tesis sobre el legado sabiniano, sino que las acaba ratificando ‘malgré lui’. «El etnicismo está en el origen del nacionalismo defensivo vasco, pero parece superarse en buena medida en lo público. Otra cosa -escribe- son las actitudes de más difícil erradicación que se constatan en el ámbito privado de sectores de base». Así pues, al cabo de un siglo de historia, Zallo corrobora que el etnicismo persiste en la base nacionalista. Más aún, su artículo va más lejos que el mío al apuntar la ‘desidia’ de los nacionalistas por «no haber educado en nuevos valores, los del patriotismo cívico y democrático, de singular éxito en Cataluña». Incluso indica la subsistencia de otro rasgo característico del nacionalismo vasco que yo no citaba en mi artículo, pero que varios historiadores hemos analizado en la doctrina de Sabino Arana: «cierto agonismo». Por tanto, mi referencia al etnicismo no parece que deba ‘adelgazarse’, sino más bien todo lo contrario.

En segundo lugar, la visión mítica de la historia vasca «se ha superado, en parte, por razón de la homogeneización universitaria metodológica y de fuentes», según Zallo, pero «su traslado al núcleo de la ideología es más lento». Dicho más claramente, el desarrollo alcanzado en los últimos decenios por la nueva historiografía vasca ha permitido superar tal visión mítica; empero, sigue perviviendo en la ideología nacionalista. Me alegro de que Zallo coincida así con otra de las tesis que mantengo desde hace tiempo, aunque eso implique reconocer la gran distancia que separa la historia real demostrada por la historiografía vasca académica de la historia inventada o imaginada por Sabino Arana y sus herederos ideológicos.

En tercer lugar, el antagonismo Euskadi/España «no puede dejar de existir mientras el Estado no quiera resolverlo plurinacionalmente». Zallo se limita a corroborar este punto, si bien añade un elemento nuevo que no comparten muchos nacionalistas: la existencia del «conflicto interno, entre vascos», porque Euskadi es una sociedad plural. Entonces, ¿cabría también la posibilidad de resolver éste plurinacionalmente?

Del último rasgo, Zallo afirma que «el ‘esencialismo’ está en desgaste en los nacionalismos», pero en modo alguno niega su supervivencia en el caso vasco. En suma, su réplica a «la crítica rutinaria al nacionalismo vasco», lejos de rebatirla, viene a confirmar que dicha crítica se corresponde con la realidad actual.

No en vano esas cuatro características sustanciales del nacionalismo sabiniano figuran también en el sustrato ideológico del plan Ibarretxe, en cuya elaboración algo ha tenido que ver Zallo desde su cargo de asesor del Gobierno vasco. En su defensa del plan, llega a hacerlo similar a la «etapa españolista» de Sabino Arana. Esto demuestra que no la conoce bien, porque su «evolución españolista» implicaba la renuncia expresa a la independencia de Euskadi, cosa que no aparece por ningún lado en el plan del lehendakari. Es cierto que éste no es la independencia, pero también lo es que se trata de una vía gradual (precisa de una generación) hacia la independencia de Euskadi, propuesta después de que fracasase la vía rápida del Pacto de Estella, antecedente inmediato del plan Ibarretxe.

Con este plan el nacionalismo no sólo cuestiona sino que liquida el Estatuto de Gernika, el marco de convivencia que aprobamos democráticamente la gran mayoría de los vascos hace casi un cuarto de siglo. Sin embargo, el nacionalismo es incapaz de revisar críticamente la doctrina elaborada a finales del siglo XIX por Sabino Arana, en cuyos dogmas continúa anclado a principios del siglo XXI. Por ello, no es válida la comparación que hace Zallo con el socialismo español: «Nadie le juzga al de hoy por el Pablo Iglesias o el Largo Caballero de ayer». Es obvio, sencillamente porque ningún dirigente actual del PSOE se declara ‘pablista’ o ‘caballerista’, ni mucho menos pretende implantar en España el programa fundacional de Pablo Iglesias.

En cambio, con motivo del reciente centenario de Sabino Arana, Xabier Arzalluz y otros dirigentes del PNV se han definido ‘sabinianos’, dispuestos a llevar a cabo el programa de Arana, hasta el punto de que su diputado Iñaki Anasagasti ha llegado a afirmar que «el plan Ibarretxe es el plan Sabino Arana». De esta forma ratifican la tesis contenida en mi artículo ‘El retorno de Sabino Arana’, y con ello mi análisis histórico, lejos de ser rutinario, tiene plena vigencia.

José Luis de La Granja, catedrático de Historia Contemporánea en la UPV. EL CORREO, 3/1/2004