De Carmena al cielo

EL MUNDO 30/12/16
JORGE BUSTOS

MUCHOS compatriotas disfrutan ante el conato de rebeldía, el golpe de autoridad, el desfile de los ideales. A mí, por alguna malformación espiritual, me emocionan desde siempre los procesos de maduración, el espectáculo de la serenidad y la asunción del crudo realismo. No es que vea algo indigno en toda emoción colectiva, como Borges: es que lo veo en casi todas las individuales. Por eso contengo el entusiasmo cuando veo a Errejón entrando en el Congreso con una chaqueta, desafiando a sus camaradas en camisa de leñador. O cuando oigo a Rita Maestre, la misma que fantaseaba a pecho limpio con iglesias en llamas, presumir hoy de la reducción de la deuda. Impactantes documentales en los que la larva de asamblea da paso trabajosamente a una mariposa representativa y parlamentaria. Y por eso debería aplaudir a doña Carmena, que excepcionalmente tomó una decisión basada en la ciencia y ceñida al protocolo.

Sin embargo ayer la restricción del tráfico no terminó de excitarme. El problema existe, desde luego: la boina de polución rivaliza en negrura y terquedad con la de Baroja, la densidad del tráfico rodado es de un exotismo que nos aproxima a Benarés y si Velázquez resucitara para volver a pintar el cielo de Madrid se calzaría una de esas mascarillas de chino hipocondriaco antes de morirse de nuevo. Algo hay que hacer. Pero si ya no es mucho pedir, habría que hacerlo bien.

Un enfisema pulmonar no es un problema ideológico a menos que se trate del enfisema pulmonar de un español. Entonces sí. Entonces pasa raudamente a las mesas de tertulia, donde solucionamos nuestras cosas mucho mejor que en las mesas de quirófano. Esperanza Aguirre hizo el ridículo –lleva haciéndolo tiempo y nadie que la quiera se lo dice– atribuyendo a Ahora Madrid un odio al coche premeditado y militante. Qué reservaremos para los radares, ¿«máquinas azufrosas de Satanás»?

Que Carmena adopte medidas impopulares porque crea en ellas al margen del cálculo electoral ofrece una lección a sus nietos políticos paridos en plató. La lástima es que sus buenas intenciones resulten tan indiscutibles como su incompetencia. Parchean, informan tarde, descreen de su propia apuesta al día siguiente de anunciarla, desaprovechan la ocasión de liderar un acuerdo ecológico que incluya a todos los niveles de la Administración, quizá porque la inclusión nunca fue su estilo. Un bochornoso amateurismo paraliza a su muchachada, incapaz de ejecutar casi la mitad del primer presupuesto ni de aprobar el segundo con respeto a la aritmética fiscal. Se presentan como el cambio, pero para cuando se consume la metamorfosis no garantizamos que Jordi Hurtado siga en su puesto.

De fondo hay algo más serio que la mera ineptitud. ¿Ingeniería social? Eso sería reconocerles destrezas excesivas. Su año y medio en el poder revela más bien la aridez imaginativa de la izquierda sílex, que gasta todas sus energías en el diagnóstico, en señalar las miserias del modelo consumista, pero carece de tratamientos que no abonen el huerto del ridículo. Se centra en derogar, multar, detener operaciones millonarias, epatar al burgués. Recela del mercado, y no sospecha que ella misma es un producto más –la utopía a su alcance, oiga: vótenos y salve el planeta– entre los que oferta el sistema. Recela de la autoridad, pero pronto le toma gusto a la prohibición. Clama contra el fascismo, pero se empeña en emanciparnos de los atascos y las colillas. Las viruelas, a la vejez, producen monstruos.