Carlos Sánchez-El Confidencial
- La guerra será larga. Esta es la señal que emite Moncloa retrasando al 31 de diciembre las medidas anticrisis. Muchos decretos, pero pocas reformas estructurales. Un viejo problema de la economía española
Ningún tiempo pasado es igual al actual, pero conviene echarle un vistazo al expediente ‘académico’ de un país para obtener algunas conclusiones sobre lo que puede deparar el futuro, aunque, desde luego, no esté escrito. Nadie está condenado a repetir su pasado.
La primera evidencia es el tiempo que tarda la economía española en recuperarse de las crisis. En los últimos 20 años, el sector público solo ha registrado tres años con superávit fiscal, entre 2005 y 2007, y para eso fue necesario crear una enorme burbuja que al final, como suele suceder, estalló dejando muy herida a la economía española. Durante los 17 años restantes, los sucesivos déficits públicos han oscilado entre los 31.224 millones de 2018 y los 120.576 millones de euros de 2009. O lo que es lo mismo, entre un mínimo del 2,6% del PIB y un máximo del 11,6% en 2012, lo que da idea de las dificultades estructurales de la economía española para alcanzar un equilibrio entre ingresos y gastos.
Entre 1999, cuando comenzó a navegar el euro, y junio de 2008 la economía acumuló una pérdida de competitividad de 16,9 puntos
Si la mirada se pone sobre la inflación, el resultado no es mucho más benévolo. El IPC, como se sabe, ha escalado hasta el 8,7% interanual. La última vez que España registró un nivel similar fue en marzo de 1986, y entonces tardó 11 años, hasta abril de 1997, en situar la inflación en el 2%, que es el objetivo del BCE en el medio plazo. Eso se consiguió, como se sabe, después de un duro ajuste para entrar desde el minuto uno en la unión monetaria, pero pasados apenas dos años de aquel ‘círculo virtuoso’, la economía española volvió a las andadas, y entre 1999, cuando comenzó a navegar el euro, aunque no su distribución física, y junio de 2008 acumuló una pérdida de competitividad de 16,9 puntos, lo que, de nuevo, refleja otro de los problemas estructurales de la economía española.
Si la mirada se pone sobre la tasa de paro, el resultado no es muy distinto. España alcanzó su mínimo nivel de desempleo en democracia durante el segundo trimestre de 2007 (7,93%), gracias, de nuevo, a la burbuja inmobiliaria y de crédito. En pocos años, y tras pinchar, el paro escaló hasta el 26,94% en el primer trimestre de 2013, una cifra más propia de país subdesarrollado. Desde entonces, el mejor resultado se ha obtenido en el cuarto trimestre de 2021, cuando, según la EPA, la tasa de paro se situó en el 13,33%. Eso quiere decir, que 15 años después del mejor dato de paro en la reciente historia económica de España, no solo no se ha recuperado aquel nivel, sino que todavía se sitúa casi seis puntos por encima.
Deuda y burbuja
Los datos de déficit público, inflación y paro no son, sin embargo, la causa de los problemas de la economía española. Son, por el contrario, la fiebre. Muestran los síntomas de una enfermedad crónica que tiene que ver con problemas estructurales no resueltos, y que se manifiestan en una evolución, al menos, inquietante del volumen de deuda pública. En 2007, de nuevo gracias a la burbuja, España situó su nivel de endeudamiento en el 35,8% (el mínimo desde la dictadura), pero en 2021 alcanzó el 118,4% del PIB, lo que significa que en 14 años la deuda pública ha crecido en nada menos que en 82,6 puntos de PIB. Es decir, alrededor de 1,04 billones de euros. O lo que es lo mismo, el Estado, desde la crisis anterior, se ha endeudado cada año, de media, 74.469 millones de euros a precios corrientes, sin contar la inflación.
Estas cifras son hijas del pasado, pero lo que revelan son los problemas de fondo de la economía española, y que van más allá que una simple mala coyuntura que necesita la aprobación de un paquete de medidas anti inflación como el acordado este sábado por el Consejo de Ministros. Sin duda, necesario, pero que obvia lo más importante, la implementación de reformas económicas de calado que ayuden a la economía a salir del pozo en que suele meterse, y del que sale siempre con la ayuda europea.
La señal que emite la intervención de Sánchez es que el conflicto será largo, lo que explica que las ayudas se vayan a extender hasta final de año
Es obvio que el Gobierno está obligado a actuar con urgencia para compensar los efectos negativos de la inflación sobre hogares y empresas, y de ahí que lo aprobado vaya en la buena dirección. El paquete, de hecho, no es muy distinto al que se ha aprobado en Francia, Alemania o Italia, que son el núcleo duro del euro, lo que refleja un cambio de posición de las autoridades económicas respecto de anteriores crisis. Si tras los choques petrolíferos de los años 70 los gobiernos y los bancos centrales impusieron duras políticas de ajuste para controlar la inflación (era una crisis de oferta, pero también de demanda), en esta ocasión han optado por subvencionar el consumo de carburantes (en plena lucha contra el cambio climático) de forma directa —20 céntimos en el caso de España— o indirecta —ayudando a familias y empresas y así compensar la caída de rentas—.
Hay razones económicas, pero sobre todo políticas. Europa sabe que el resultado final de la guerra depende mucho del estado de ánimo de los ciudadanos, y de ahí que se haya optado por abrir la mano. Ya es una obviedad sostener que lo que pasa en Ucrania se ha convertido en una guerra de resistencia entre Europa y Rusia, y quien aguante más se llevará el gato al agua. La señal que emite la intervención de Sánchez, de hecho, es que el conflicto será largo, lo que explica que las ayudas se vayan a extender hasta el final de año, con lo que ello supone desde el punto de vista de la inflación. De hecho, se viene a sugerir que han aumentado las probabilidades de que Rusia corte el grifo del gas en otoño para presionar a los países consumidores, en particular Alemania, lo que significa que Europa seguirá viviendo un periodo de excepción económica durante los próximos meses.
Política del avestruz
La vía que ha elegido el Gobierno de España para evitar el desastre económico y un aumento en vertical del descontento social —otra cosa es que lo consiga— es comprar inflación. El propio Sánchez desveló este sábado que gracias a las medidas del Gobierno el IPC se habrá contenido en 3,5 puntos.
Lo que la historia dice es que también al final del franquismo se produjo una subida en vertical de los precios del crudo como consecuencia de la guerra del Yom Kipur (1973), que triplicó el barril de petróleo en apenas unos días. Y no es menos sabido que la estrategia de la dictadura, ya muy tocada, fue la del avestruz, es decir, dejar las cosas como estaban. Las autoridades económicas del momento, en pleno debilitamiento del régimen, prefirieron no intervenir para evitar el coste social, lo que explica que España tuviera que esperar a la firma de los Pactos de la Moncloa (octubre de 1977) para adoptar las primeras medidas serias contra el alza de los precios.
Subir impuestos a las eléctricas es más vistoso que cambiar las reglas. La UE, con su absurda política energética, es colaborador necesario
El resultado, como se sabe, fue que el ajuste en términos de empleo y crecimiento fue mucho mayor del que se hubiera producido si se hubieran tomado las medidas a tiempo. Y de ahí que, en la literatura económica, siempre se haya visto a España como un ejemplo de lo que no se debe hacer cuando estalla una crisis exógena: esconder la suciedad bajo la alfombra.
Muchos de los problemas estructurales de la economía española, de hecho, se arrastran desde entonces. En particular, en el mercado de trabajo, con una tasa de paro que de forma sistemática casi duplica a la europea. En otros indicadores, como los de convergencia en renta per cápita, nivel de deuda o productividad, tampoco ha habido avances significativos en las dos últimas décadas, lo que refleja la existencia de problemas estructurales sin solucionar —la célebre histéresis que suelen denunciar los economistas—, y que se van arrastrando de crisis en crisis.
Clientelismo y eficacia
No parece que este asunto esté en el centro del debate político. El Gobierno, decreto tras decreto, aprueba medidas y medidas —obviamente porque existen circunstancias extraordinarias como la pandemia o la guerra en Ucrania— pero es incapaz de tomar decisiones estructurales que afecten al sistema de fijación de precios en mercados capturados o a los problemas estructurales en recaudación fiscal que históricamente ha tenido y tiene España. Probablemente, porque siempre es más fácil capitalizar políticamente las ayudas que impulsar reformas, por ejemplo, aumentando la competitividad del transporte, lo que le obligaría a confrontar con muchos sectores económicos acostumbrados a apropiarse de rentas. Clientelismo frente a eficacia.
También a los helicópteros monetarios se les acaba el combustible y entonces hay que empezar a soltar lastre para evitar que la nave se estrelle
Subir impuestos a las eléctricas, por ejemplo, siempre es más vistoso que cambiar las reglas del mercado, aunque en esto la Comisión Europa, con su absurda política energética, es colaborador necesario del dislate. Conviene recordar que una de las primeras medidas de Moncloa y de la vicepresidenta Ribera fue devolverle las competencias a la CNMC —renunció a presentar una cuestión prejudicial al tribunal de Luxemburgo— en detrimento del Gobierno, lo que a la postre ha dejado al Ejecutivo sin armas para actuar. Hoy los gobiernos, elegidos democráticamente, son rehenes de los reguladores (a quien nadie elige) y se quedan a menudo sin herramientas porque se le ha querido dar a la política energética —también a otras— un carácter técnico. O asexuado, como se prefiera. Ganan, como se sabe, las eléctricas, con formidable equipo de asesores legales, muchos de ellos salidos del propio sector público.
Parece evidente, sin embargo, que si el IPC de la electricidad, como ha señalado Funcas, se incrementó en la UE un 40% de media entre enero de 2021 y marzo de 2022 y en España lo hizo en un 87%, existe un problema. Y gordo.
Se puede seguir tirando de chequera —y en este contexto sin duda hay que hacerlo—, pero tal vez habría que echar una mirada al pasado para saber lo que sucede cuando reina lo coyuntural y se olvida lo estructural, como solía recordar el profesor José Luis Sampedro a sus alumnos. La prima de riesgo lo dice todo. También a los helicópteros monetarios se les acaba el combustible y entonces hay que empezar a soltar lastre para evitar que la nave se estrelle.