EL MUNDO – 26/02/16 – ELISA DE LA NUEZ
· Me comentaba un amigo mío, experto en la materia, sobre la tan anhelada reforma del sistema educativo español que lo importante no era quien la hiciera, sino que se hiciera de una vez. He recordado esta anécdota a raíz de las primeras declaraciones de los líderes de Podemos sobre el acuerdo alcanzado entre PSOE-C’s (que suponemos se habrán leído) ya que al parecer hay una «regeneración de derechas» y otra «de izquierdas», en función del partido que pretenda ponerla en marcha, incluso aunque las medidas concretas coincidan y estén recogidas en los respectivos programas electorales.
Así parece que suprimir aforamientos o diputaciones es de derechas si lo propone Ciudadanos, pero es de izquierdas si lo propone Podemos, siendo incompatibles no ya las propuestas sino los partidos. O bien resulta que estas medidas de lucha contra la corrupción por las que clama literalmente la sociedad española (la corrupción es el segundo problema para los españoles según el último barómetro del CIS) son «secundarias» y no merece mucho la pena detenerse en ellas. En fin, creo que este tipo de discursos demuestra el trecho que todavía le queda a nuestra clase política para acomodarse a la nueva situación y a los cambios que quiere la sociedad española, empezando por el más evidente: que los partidos se pongan de acuerdo en las cuestiones fundamentales.
Esta actitud resulta especialmente llamativa en un partido nuevo y que ha denunciado con claridad y eficacia la corrupción y el clientelismo político, pese a lo cual va a coincidir con el PP votando en contra de un acuerdo que sienta las bases para acabar con ambos. Que el líder del PP tenga la percepción de la realidad seriamente dañada no es una novedad, es lo que llevamos viendo desde el 20-D, pero que la pueda tener también la cúpula de Podemos da que pensar.
Quizá el problema es que los líderes de Podemos tienen –no sé si por juventud, por ideología o por ambas cosas a la vez– una fe en las personas que sinceramente no compartimos los que ya tenemos más años y conocemos de cerca el funcionamiento del poder. No creo que el problema de España sea el de cambiar de políticos; creo que hay más bien que cambiar la forma de hacer política, cambiando incentivos, valores e instituciones. No se trata de sustituir a los malos y corruptos gobernantes del PP por otros buenos y angélicos que representan «a la gente» suponiendo que, con los mismos incentivos y la misma falta de controles y de rendición de cuentas, se van a portar mucho mejor. De hecho, algunas actuaciones en los ayuntamientos «del cambio» recuerdan a la vieja política, como esos contratos a dedo por 17.999 euros (a partir de los 18.000 euros hay que sacarlos a concurso).
En definitiva, no es razonable esperar comportamientos distintos si no cambiamos las reglas de juego. Quizá al principio los nuevos detentadores del poder resultan más comedidos, pero el comedimiento les suele durar poco (mi personal estimación es que al cabo de dos o tres meses el alto cargo ya está convencido de estar en posesión de la verdad y ha dejado de escuchar a los que le dicen lo que prefiere no oír). Porque si algo nos enseña la historia y la política es que cuando se puede abusar del poder con impunidad se hace, aunque sea persiguiendo los más nobles ideales. Y una lección esencial de esta crisis es que necesitamos instituciones fuertes, controles y contrapesos que funcionen como en las democracias avanzadas, en las que –y no es casualidad– los efectos de la gran recesión no han sido tan demoledores. Nada nuevo bajo el sol.
Ya decía James Madison en los Federalist papers que hay que controlar a los que ejercen el poder, ya que como los hombres no somos ángeles «al organizar un gobierno que ha de ser administrado por hombres y para hombres la gran dificultad estriba en esto: primero establecer un gobierno capaz de controlar a los gobernados y después que se controle a sí mismo».
Por esa razón es tan importante volver a colocar a las instituciones y a las reglas de juego por encima de las personas, y eso se aplica a todos los líderes políticos, incluidos los nuevos. En ese sentido, no es comprensible que se vote en contra de reformas que parecen muy sensatas no en función de su contenido sino en función de quien las propone. Ese tipo de comportamientos resulta un tanto infantil y presupone distinguir entre los buenos políticos (los propios) que son los únicos que representan a la «gente» y todos los demás, los malos políticos, que aunque propongan exactamente las mismas medidas que los buenos no son de fiar.
Se ve que sus electores no son tan «gente» o por lo menos no son «buena gente». Pero en una democracia avanzada este planteamiento es demasiado simple. Hay que respetar a los electores de todos los partidos y evitar los muros que no llevan a ninguna parte, máxime cuando se pretende etiquetar ideológicamente cuestiones tales como la reforma electoral, la supresión del gasto político clientelar, las medidas anticorrupción, la lucha contra el capitalismo de amiguetes o la despolitización del Poder Judicial. Estas reformas no son de derechas o de izquierdas, son las reformas necesarias para limpiar el terreno de juego antes de que los equipos vuelvan a salir a jugar con sus colores de siempre o con otros nuevos: pero sin reglas trucadas.
Sinceramente, lo mismo que me cuesta saber a partir de una endodoncia si mi odontólogo es progresista o conservador, ya que lo que me importa es que me dejen de doler las muelas, también me cuesta calificar de «progresista» o «conservadora» una medida como la de suprimir los aforamientos para evitar la impunidad. Creo que oponerse a este tipo de medidas en función de quien las proponga es vieja política. Y no deja de ser curioso que Podemos y el PP se vayan a poner de acuerdo precisamente en torpedear una reforma en profundidad de nuestro sistema político que pretende acabar con el abuso del poder por parte de los partidos políticos y sus clientelas y la ocupación de las instituciones.
Otra cuestión destacable en la que coinciden Podemos y PP es en su obsesión por los cargos, los organismos y las leyes. Resulta que lo primero que unos y otros se piden son los sillones, quién va a ir a qué ministerio o quién va a ser vicepresidente y qué organismos va a controlar. ¿De verdad piensa alguien que, sin cambiar las reglas ni los incentivos un todopoderoso vicepresidente de Podemos se diferenciaría mucho de una poderosa vicepresidenta del PP? Porque eso es lo que ha pedido Pablo Iglesias, tener el mismo poder que tenía o tiene Soraya Sáenz de Santamaría. No me refiero a la ideología, claro está, me refiero a algo que es más importante: se trata de la forma de ejercer el poder.
Un poder sin límites, ni contrapesos y sin rendición de cuentas tiende a la arbitrariedad. Claro está que Pablo Iglesias pensará que en su caso la arbitrariedad es necesaria para hacer el bien, mientras que la todavía vicepresidenta en funciones lo ha empleado para hacer el mal. Pero de nuevo la edad y las lecturas le curan a uno de estos espejismos: ya recordaba Burke que en una democracia no puede haber poder arbitrario. Que es otra forma de decir que el fin no justifica los medios.
Como jurista me llama especialmente atención la querencia por el BOE que demuestra Podemos, depositando una confianza casi mágica en la producción legislativa como forma de cambiar la realidad, y eso que no tienen abogados del Estado en sus filas. Confianza que carece de fundamento en un país que padece de hiperinflación normativa, donde abundan las leyes –y sentencias– que sistemáticamente se incumplen por quienes tienen el poder de hacerlo y donde la seguridad jurídica brilla por su ausencia. ¿Vamos a seguir legislando para la foto sin evaluar nunca si las leyes han servido para algo? Pues no parece un gran cambio.
Por último, no quiero dejar de hacer la pregunta del millón. ¿Qué pasa si el acuerdo alcanzado entre PSOE y Ciudadanos es lo suficientemente transversal para que les guste a alguno de los diputados de Podemos o del PP? Sobre todo a la vista de que se podrían evitar unas nuevas elecciones que los ciudadanos españoles no quieren y los partidos –o por lo menos eso aseguran– tampoco. Que cuando se hace este tipo de comentarios en público la gente se ría o se indigne y hable de «transfuguismo» nos da una medida del deterioro de nuestra democracia y del poco valor que se le concede al criterio, el valor y la ética de nuestros representantes políticos justamente en un momento en el que son más necesarios que nunca.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora del blog ¿Hay Derecho? y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.