Nada de lo que viene ocurriendo en Cataluña causa deseos de emulación en Euskadi. Aunque tampoco la trayectoria de Urkullu y Ortuzar o el blanqueo de la izquierda abertzale vía Madrid parecen seducir al secesionismo catalán gobernante, incluidos los anticapitalistas. También porque hay una competencia de fondo sobre la correcta interpretación del soberanismo en cada momento, que remite a una competencia de aun mayor calado en cuanto al reparto de los beneficios derivados de negociar la gobernabilidad de España. Urkullu y su partido han tratado de apurar las oportunidades que les brindaba la huida hacia adelante catalana para erigirse en único interlocutor con escaños ante Madrid. Aunque no siempre el balance resulta tan ventajoso. Si nos fijamos en el reparto territorial de los últimos 11.000 millones en ayudas a pequeñas empresas, tocan a 100 euros por vasco y a 127 por catalán.
El PNV sabe que resulta más fácil conllevarse con los distintos -el PSE- que con los radicales de la propia familia. Y sobre todo sabe que su poder está más seguro en la autonomía que en la independencia. Porque la sola concesión de verosimilitud a la conquista de un Estado independiente dotaría a la izquierda abertzale de una baza con la que no cuenta ahora. Pero si las dos terceras partes soberanistas del Parlamento de Vitoria no se han sentido atraídas por la fiebre secesionista catalana en ningún momento de la última década tampoco se debe únicamente a eso. Ocurre que a la izquierda abertzale le urge más su blanqueamiento, su naturalización institucional, que alentar el independentismo. Le urge más el olvido que la ensoñación.