De Gaulle y la actualidad española

ABC 15/08/16
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

· «Nos estamos jugando el que España empiece a cansarse de su propia existencia en común, que comience a notar una fatiga que la conduzca a un vertedero de ilusiones perdidas y confianza desmantelada. Estamos en un verdadero estado de excepción…»

OSTENTAR el título de representante de la soberanía nacional es mucho más que disponer de una certificación de las Cortes. Es mucho más que haber sido elegido por los españoles el 26 de junio en una confrontación de propuestas entre las que optaron los ciudadanos. Es, desde luego, mucho más que anotar en nómina los ingresos derivados del cargo y que ocupar un escaño en cualquiera de las dos cámaras. Ser representante de la soberanía nacional es todo eso como instrumento, pero es mucho más como exigencia moral y política respecto de una comunidad sometida a las zozobras con las que nos está poniendo a prueba el siglo XXI.

A todos los españoles nos va invadiendo el hastío, la vergüenza y algo demasiado parecido a la impotencia cívica cuando observamos la actitud de quien trata de hacer pasar la dejadez por cautela, de quien confunde los principios con la estupefacción, de quien cree que la llamada a la reflexión puede cobrar la forma de un sermoneo condescendiente, y de quienes, recién llegados a la escena, enarbolan su bisoñez y su incompetencia como limpieza e ingenuidad. Hartos de todos ellos, de todos, está un porcentaje de españoles lo bastante alto como para ganar unas elecciones, si pudiera formar candidatura la masa de sentido común y conciencia responsable que anida en el conjunto de esta ciudadanía de buenas personas, maltratadas por quienes tienen la insolencia de hablar en su nombre.

Pocas veces se ha visto en nuestra historia un grupo de dirigentes políticos actuando tan al margen del interés general de España. Pocas veces se ha estrellado contra las paredes de su sordera monumental tanto clamor por ofrecer esperanzas de estabilidad, reforma y justicia a un pueblo que ha sufrido la crisis más devastadora que se recuerda. Una crisis que, además, ni siquiera permite la ilusión de volver a coser las costuras de nuestra nación, de ajustarnos el cinturón y apretarnos el alma para impulsar un sistema político respetuoso con todos los ciudadanos, del que se sientan orgullosos los españoles en un país moderno, democrático, justo y responsable.

Los representantes de la soberanía nacional no cumplen con un simple formalismo. Son los portadores de la esperanza de todo un pueblo. Son los hombres y mujeres en los que se deposita un anhelo, una labor, un futuro. Gobernar a los españoles no es un encargo funcional, sino una exigencia asumida con el más grave sentido del peso de la autoridad. Y, para poder hacerlo, hay que tener algo que está muy por encima de las ideologías de partido, de los programas de gestión o las cláusulas de un pacto. Hay que saber que quien gobierna va a hacerlo apartando de su idea de la unidad nacional todos los factores que nos dividen, para entregarse con pasión a liderar todo lo que nos ha convertido, a lo largo de muchos siglos, en una nación con firme conciencia de sí misma, en una comunidad política decidida a romper con los males que nos enfrentan: desigualdad económica intolerable, impugnación de nuestro proyecto compartido y ausencia de los valores que nos han dado un perfil cultural entre los pueblos de Occidente. A nadie se representa cuando no son estas materias las que se desea defender. A nadie se representa cuando se paraliza un país en las circunstancias de excepcional languidez moral y sufrimiento social que continuamos padeciendo. Quien actúa de este modo no representa más que a sus egoístas divagaciones, a sus mezquinas estrategias y a su torpe mediocridad intelectual.

Nos estamos jugando el que España empiece a cansarse de su propia existencia en común, que comience a notar una fatiga que la conduzca a un vertedero de ilusiones perdidas y confianza desmantelada. Estamos en un verdadero estado de excepción, que no tiene el aspecto del desorden público o la amenaza violenta pero que sí encierra el peligro de la fractura de la columna vertebral de la comunidad de ciudadanos que aspiren a vivir en un proyecto que les dé sentido de pertenencia e impulso colectivo hacia el futuro. Lo que les falta a todos esos personajes que dicen representarnos es estatura histórica, perfil de grandeza para tiempos difíciles. Lo que les falta es una cierta idea de España.

Será difícil que alguno de estos presuntos líderes recuerde un acontecimiento de hace setenta años, fundamental en la historia de la Europa de posguerra. A comienzos de 1946, el general De Gaulle renunciaba a la presidencia del gobierno provisional de la República francesa. Poco después, en el famoso discurso de Bayeux, definió mejor los motivos de su marcha y esbozó un proyecto de salvación nacional: Francia no podría restaurarse sobre las cenizas de la III República. Un presidente, situado por encima de las contingencias políticas, resguardado de las presiones paralizantes de quienes se consideraban a sí mismos representantes de una parte de la sociedad, defensor de la independencia nacional y de la continuidad fundamental de Francia, había de disponer de un poder ejecutivo votado directamente por los electores.

He estado leyendo en estos días de calma sin paz y de bloqueo sin reposo las memorias de Charles De Gaulle. Su calidad literaria y su profundidad son impensables en quienes se atribuyen la representación de una nación como la nuestra , en los que para dolor diario de los ciudadanos, se empeñan en hablar en nuestro nombre. Como siempre que leo estas páginas conmovedoras, me ha sobrecogido el vigor abnegado y la elegancia clásica de un hombre tan arraigado en el destino histórico de su patria. Un hombre para todas las estaciones, que advertía a los franceses del peligro de caer en lo que la República no podía permitirse: la mediocridad, la flaqueza moral, la bajeza cívica. Y lo justificaba desde el principio: «Durante toda mi vida, me he hecho una cierta idea de Francia. En ello me ha inspirado el sentimiento, pero también la razón. Francia solo puede ser ella misma situándose en el alto nivel que le corresponde; que solo grandes empresas pueden compensar los fermentos de dispersión que el pueblo lleva consigo; que nuestro país, tal como es entre los otros, debe –a riesgo de un peligro mortal– mantener una alta visión de las cosas y permanecer siempre erguido. Para decirlo con brevedad: según creo, Francia no puede existir más que en la grandeza».

Esa memorable «grandeur» no puede identificarse, como tantas veces se ha hecho, con la posición de Francia en el mundo. Era eso, claro está. Pero era, sobre todo, el deber de los líderes de la nación de encarnar la unidad, la voluntad y los derechos fundamentales de toda la sociedad . Que la República dejara de enfangarse en la querella de intereses legítimos, pero nunca generales, para entregarse a una autoridad que velara por los principios y la vigencia de la nación a la que no debía someterse continuamente al azar. Ya que no disponemos en España de las condiciones institucionales que llegaron a plasmar esta generosa ambición, rindamos homenaje a un hombre con tan profundo valor de contraste en estos tiempos mezquinos. Ese patriota que viene a recordarnos, en las tardes desapacibles de este verano de nuestro descontento, lo que nos puede costar a todos los ciudadanos no disponer de líderes con la suficiente talla y el necesario sentido histórico para hacerse una cierta idea de España.