De Guerra Garrido

Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 14/6/2011

Figuras de un emigrante, el de un secuestrado, el del hijo de una víctima, el de un extorsionado, el del escolta de un viejo profesor… Figuras, todas ellas, que aparecían por vez primera en escena en la narrativa vasca, un escenario tan lleno por entonces de terroristas, amnistiados y exiliados en el papel de actores principales.

Sólo he coincidido con él en una ocasión. Fue el pasado verano en el Palacio de Miramar. Le encontré algo cansado. Hablo del cansancio de quien tras toda una vida viendo una vez tras otra su película favorita ya ha perdido toda esperanza de que cambie su final. El chico y la chica ya no acabarán juntos. Como si Shirley MacLaine no regresara al apartamento a rescatar a Jack Lemmon.

Dicen que ya no vive en San Sebastián. Que ahora para por el mítico Chicote de su no menos mítica Gran Vía madrileña. «La soledad es un desierto en el que nadie sobrevive sin cantimplora», escribía en La soledad del ángel de la guarda. Quizás fue eso, la falta de agua en una ciudad lluviosa lo que le hizo marcharse tras más de cuatro décadas en este desierto húmedo. Arribó a su imaginada Eibain -contracción de las no menos imaginarias Eibar y Andoain-, allá por la década de los sesenta del ya siglo pasado. Y aquel cacereño, sobrenombre con que se conocía a los inmigrantes al País Vasco por aquellos años, dejó en su riesgosa narrativa, escrita en caliente y en movimiento, uno de los mejores retratos de la sociedad vasca desde el final del franquismo hasta el día de hoy. Y lo hizo a la intemperie, sin tabardo, a riesgo de congelarse bajo la atmósfera gélida del mirar para otro lado. Y si es verdad que la elección más importante que ha de llevar a cabo un escritor es la de elegir el punto de vista desde el cual va a contar su relato -pues de ello derivarán reacciones diversas del lector hacia los personajes y sus circunstancias, tanto desde una óptica emocional como moral-, ¿qué punto de vista optó por entrañar nuestro autor? El de un emigrante, el de un secuestrado, el del hijo de una víctima, el de un extorsionado, el del escolta de un viejo profesor… Figuras, todas ellas, que aparecían por vez primera en escena en la narrativa vasca, un escenario tan lleno por entonces de terroristas, amnistiados y exiliados en el papel de actores principales.

«Entre los hielos del espanto crece el edelweiss de la cobardía, la bella flor de un futuro sin amenazas», oímos pensar a uno de sus personajes. Pero no. Entre los hielos del espanto, también crecen otras flores, como su añosa y coqueta figura caminando por su amada Avenida de la Libertad. La flor del que es escritor pero, antes que nada, ciudadano. ¿Hasta qué nivel de riesgo -se interpelaba el citado personaje- perdura el amor? La verdad, no lo sé. Lo que sí creo saber es hasta qué nivel de cansancio no perdura el amor. Habla el escolta del viejo profesor: «No he entendido nada de lo que me pasó en aquella ciudad. No lo entenderé jamás. Salvo que les concierna personalmente una amenaza, nunca sabré si los buenos estaban a favor o en contra de los malos. Con una amenaza tampoco estaba muy clara la opción por la que votarían. Algunos preferían irse. Me dejaron más solo que a la una en punto. Punto final».

Julio Gutiérrez, EL PAÍS, 14/6/2011