editorial de El Mundo
EL TRIBUNAL Supremo decidió ayer por unanimidad avalar la exhumación de los restos mortales de Francisco Franco. Su cuerpo saldrá de la basílica del Valle de los Caídos pero tampoco podrá ser enterrado en la sepultura familiar de la catedral de La Almudena, como pretendían sus allegados, cuyo recurso ha sido desestimado. De este modo, la Justicia da cauce legal al mandato parlamentario que instaba al Ejecutivo a sacar el cadáver del dictador de Cuelgamuros, donde ha permanecido desde 1975. Un juzgado de lo contencioso-administrativo mantiene suspendida la licencia urbanística alegando razones de seguridad, y la familia pretende pedir la suspensión cautelar al Tribunal Constitucional mediante recurso de amparo; pero resulta inimaginable que el TC entre en conflicto con el Supremo, a cuyo criterio deberá también someterse el juez de lo contencioso.
La unanimidad judicial y la mayoría política vienen así a culminar un tortuoso proceso que debería haberse desarrollado de otra manera. Aunque fue en tiempos de Rajoy cuando se aprobó la iniciativa que instaba a la exhumación, ha sido el Gobierno Sánchez el que ha hecho bandera de un asunto cuya delicada naturaleza habría requerido una sensibilidad especial. Es una lástima que una medida que aconsejaba el máximo consenso –tal fue el criterio de la comisión de expertos– haya quedado subordinada a una estrategia de confrontación partidista. El choque con la familia también podría haberse evitado explorando un acuerdo de buena fe. Pero se impuso el propósito propagandístico de un Gobierno débil que, desde la moción de censura, se ha caracterizado por tratar de disfrazar la ausencia de gestión mediante la exacerbación de la guerra cultural. Incluyendo la ficción de una pugna en diferido entre franquistas y antifranquistas, vieja trampa que la izquierda tiende a la derecha y en la que caen las voces excéntricas de Vox. En cuanto a la abstención de PP y Cs, cabe recordar que era un modo de protestar contra la fórmula de decretazo elegida por Sánchez, no contra el fin de la iniciativa.
Los españoles gozan hoy de una democracia que figura entre las de mayor calidad del mundo. La concordia fue posible en 1978, y su vigencia no depende en absoluto del lugar donde reposen los huesos de Franco. Hay que aplaudir las medidas que el Estado disponga para reparar la memoria de las víctimas del franquismo, desde resolver los indignos enterramientos en cunetas hasta reconocer que un mausoleo en teoría erigido a los caídos no debe albergar los restos del máximo responsable del régimen totalitario que siguió al fratricidio. Pero, entristece saber que, cuando los manuales de historia registren este episodio, no podrán contar que la exhumación del dictador se llevó a cabo con la misma altura de miras y espíritu de reconciliación que, 40 años atrás, presidió la transición a la democracia. Ya solo parece importar el electoralismo.