JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • El marxismo movió los marcos de las creencias más asentadas en su época, pero estableció supuestas verdades inmutables muy parciales o trágicamente falsas

La vicepresidenta del Gobierno Yolanda Díaz ha escrito un prólogo para una nueva edición de ‘El Manifiesto Comunista’ de Marx y Engels, uno de los panfletos -en el sentido original del término- más rompedores y potentes de la modernidad europea. Algo que es congruente con su pertenencia a un Partido Comunista de España que conserva en lugar destacado de su ideario no solo su adhesión al marxismo, sino también a su versión práctica leninista.

Marx fue un filósofo excepcional cuyas ideas, como dice la ministra, «movieron los marcos» de las creencias más asentadas en su época acerca de la estructura de la sociedad y del conocimiento sobre ella. Nada fue ya igual después de Marx; en cierto modo, todos somos hoy marxistas en tanto en cuanto la cultura moderna ha incorporado a su haber su crítica inmisericorde. Pero el marxismo, al tiempo que movía los marcos existentes, estableció otros marcos epistemológicos y políticos nuevos que pretendieron ser nada menos que «verdades inmutables». Y ellas se han mostrado -los hechos las han demostrado- muy parciales y en ocasiones trágicamente falsas.

Por eso, cuando alguien que mantiene expresamente sus ideas dentro de la teoría y práctica marxista, como es el caso de la vicepresidenta del Gobierno, escribe un prólogo para ‘El Manifiesto Comunista’ uno espera que intente explicar, por muy someramente que sea, las razones por las que según ella el marxismo conservaría alguna vigencia actual y no sería mera historia. Aparte de por el sentimiento de insobornable superioridad moral que otorga a sus supervivientes. No es el caso.

Yolanda Díaz no acaba de concretar las razones por las que el marxismo conservaría hoy alguna vigencia

En su prólogo, Yolanda Díaz ha optado por situarse en el terreno de las alabanzas de tinte trascendental y ribetes líricos – «el pensamiento de Karl Marx está escrito con tinta indeleble sobre el viento de la Historia»- en lugar de bajar a la comprometida concreción de lo que fue el materialismo histórico y dialéctico y el juicio que merece doscientos años de capitalismo después. Como muchos otros intelectuales occidentales ha acudido a la cómoda técnica de decir que hay muchos Marx dentro de Marx, de forma que el lector de sus textos pueda siempre encontrar alguna intuición útil todavía hoy. Una forma de desconocer el meollo de la doctrina marxista que, en autorizadas palabras de Engels en el prólogo de 1883, fue el de que en cada época histórica el modo de producción y cambio predominante, así como la estructura social que «necesariamente» se deriva de él, constituye la base sobre la cual se construye la historia política y social de ese tiempo y desde la cual -y solo desde ella- se puede explicar tal historia. Una afirmación potente, cerrada y pretendidamente científica: el materialismo histórico. Que nadie sostiene de verdad hoy. Por eso, la vicepresidenta prefiere elevar el tono intelectual de su prólogo a lo abstruso: «el poder transformador del ‘Manifiesto’ nos habla de utopías encriptadas en nuestro presente que no son un dogma estático, imperturbable, monocolor, anclado en su propia razón, sino una clave interpretativa tan borrosa como exacta que nos permite pulir y retocar una y otra vez nuestra visión del mundo y de las cosas» ¡Ahí queda eso! Lo mismo podría escribirse del Evangelio. O también que «la obra de Marx y Engels trata en realidad de la impredecible variabilidad de una ecuación que, en nombre del comunismo y de un ideal revolucionario, se resuelve con la derogación de las verdades eternas y la conquista de una democracia genuina». Lo de las ecuaciones impredeciblemente variables me supera, lo reconozco, aunque creo atisbar por dónde va lo de «democracia genuina».

Es curioso, lo primero que llama la atención en este prefacio es su silencio estruendoso sobre una afirmación de Marx y Engels en el mismo ‘Manifiesto’: la de que «el gobierno de los estados modernos no es más que un comité que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa». Pongan «capitalismo» en el lugar de «burguesía» e intenten explicar cómo puede ser que el gobierno de un sistema capitalista liberal -ese monstruo «dispuesto a fagocitar, corromper y desintegrar la misma realidad que lo constituye»- esté vicepresidido por una comunista. Que además lleva a cabo desde él una tarea eficazmente reformista. Imposible, según Marx, salvo que admitamos que lo político y lo cultural no están sobredeterminados necesariamente por la estructura. ¡Con lo cual se nos cae el marxismo básico!

La única aportación novedosa de Díaz en su prólogo hiperbóreo es la curiosísima sugerencia de que lo de la «dictadura del proletariado» que anunció Marx como fase intermedia es en realidad una mala traducción del original: que Marx no habló de dictadura. Juzguen ustedes: «Diktatur des Arbeitklasse», «Klassendiktatur des Proletariats», eso escribió (por cierto, no en el ‘Manifiesto’). ¿Mala traducción? ¿En serio? Otra cosa es que lo de dictadura suena muy mal hoy, y que aparentemente Marx pensaba en una obscura y nunca explicada «dictadura democrática de la mayoría en interés de la mayoría», no en la de tipo bonapartista. Igual que Yolanda Díaz preconiza obscuramente hoy «la conquista de una democracia genuina». Genuina: sinónimo de auténtica, verdadera, real. Su antónimo: la democracia falsa o ilegítima. Que sería la que tenemos.

Esperemos que la vicepresidenta encuentre tiempo para explayarse un poco más sobre cuál y cómo sería esa democracia genuina a conquistar y cómo se conquista. Y así completar a Marx.