Jesús Cacho-Vozpópuli

 

En el otoño de 1998, con motivo de la publicación de ‘El Negocio de la Libertad’ (Ed. Foca), Federico Jiménez Losantos me entrevistó en La Linterna, el programa nocturno que entonces conducía en la cadena COPE. El locutor me dedicó un tiempo muy generoso en el que pasó revista exhaustiva al libro, pero quien esto escribe abandonó perplejo el número 4 de Alfonso XI porque el aguerrido Federico ni siquiera se atrevió a rozar el polémico capítulo 9 en el que se describían, por primera vez en España y con cierto lujo de detalles, el escalofriante recorrido delicuencial del monarca, víctima desde antes incluso de su llegada al trono de un afán por el dinero ajeno que no puede calificarse sino de enfermizo. Habían pasado 25 años desde que, siendo Príncipe de España a las órdenes del general Franco, Juan Carlos de Borbón dirigiera una carta a Henry Ford II, presidente de la multinacional Ford, deseoso de instalar una planta de ensamblaje de automóviles en Almusafes, Valencia, recomendando a su íntimo amigo, Manuel Prado y Colón de Carvajal, futuro «intendente real» y jefe de su oficina de cobros, como el hombre adecuado para abrir puertas ante la Administración española, pero el tema de los desmanes del Jefe del Estado seguía, a las puertas del Siglo XXI, siendo un gran tabú del que nadie osaba hablar en público, aunque el «tout Madrid» sabía en privado a qué dedicaba el monarca el tiempo libre que le dejaba su desenfreno sexual.

Pasado el tiempo, el gran Federico se resarciría del desliz al convertirse en uno de los más acerados críticos de la conducta del emérito. Esta semana, el diario ABC, decano de la prensa española y legendario portaestandarte de la institución monárquica, ha venido publicando extractos del archivo privado del general Emilio Alonso Manglano, exdirector del CESIC (hoy CNI) entre 1981 y 1995, los servicios secretos españoles, recogido en forma de libro, de inminente aparición, por Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote, dos periodistas de la casa que se acaban de apuntar un indudable éxito profesional. Las notas manuscritas que Manglano tomaba todas las noches de lo que acontecía en lo más alto de la pirámide del poder, sujetas en todo caso a la duda razonable, son una mina desde el punto de vista periodístico y una bomba de racimo capaz de reducir a cenizas eso que hemos dado en llamar «la Transición». Porque, de forma descarnada, esos apuntes dejan al descubierto las vergüenzas de un régimen que, víctima de una corrupción abrasiva que desde la jefatura del Estado -roba el Rey, robemos todos- se derramó en cascada hasta anegarlo todo e incapaz de regenerarse desde dentro, llegó arrastrándose hasta junio de 2014, abdicación de Juan Carlos I, y ahora, arriadas las banderas de la concordia civil encarnada en la Constitución del 78, ha consentido, cuerpo exangüe o barca a la deriva, que un desalmado sin escrúpulos se haya encaramado a la presidencia del Gobierno con la ayuda de los más acérrimos enemigos de la paz y la prosperidad de los españoles.

Lo aparecido hasta ahora en ABC bien puede calificarse como la clave del arco de la corrupción del emérito. A partir de ahora nadie podrá alegar ignorancia, negar lo ocurrido o disculpar su extrema gravedad

En Gran Bretaña, el testamento y las memorias de Felipe de Edimburgo no se conocerán hasta dentro de 100 años. En España, las trapacerías que relata Manglano de su puño y letra han caído cual lluvia ácida sobre un sistema muchos de cuyos protagonistas están aún vivitos y coleando. Es la diferencia entre un país serio con tradición democrática y otro donde nadie está en el lugar que le corresponde, país de pícaros, carente de una sociedad civil acrisolada y del que ha desaparecido cualquier referente moral o ético. Lo cual que Luis Enríquez, consejero delegado, y Julián Quirós, director, le han echado un par a la hora de publicar en el diario monárquico los dineros recibidos por el ahora emérito de sus ricachones amigos árabes, con grave riesgo de asustar a una parte de su tradicional clientela conservadora en unos tiempos no sobrados de lectores. Ambos, sin embargo, han visto en la publicación de esta exclusiva la prueba del nueve de la modernidad del diario y la demostración de su compromiso con la verdad «caiga quien caiga». Lo aparecido hasta ahora en ABC bien puede calificarse como la clave del arco de la corrupción del emérito, piedra angular que cierra las especulaciones de quienes, desde una fidelidad mal entendida o una evidente mala fe, han pretendido en estos años poner en solfa las denuncias de la incalificable conducta real. A partir de ahora nadie podrá alegar ignorancia, negar lo ocurrido o disculpar su extrema gravedad.

También en esta semana hemos sabido que la Fiscalía del Tribunal Supremo se dispone a anunciar en las próximas semanas el archivo de las tres investigaciones prejudiciales abiertas sobre el patrimonio del emérito en el extranjero. Juan Carlos I no se irá de rositas, porque el decreto de archivo contendrá una duro alegato contra su conducta -no hay otra forma de que un Gobierno social comunista se trague ese sapo-, hasta el punto de dar a entender que los delitos efectivamente se cometieron pero su exoneración resulta obligada a tenor de la inmunidad de la que ha gozado como Jefe del Estado (artículo 56.3 de la Constitución sobre la inviolabilidad del Rey), por estar prescritos o por haber regularizado su situación con el fisco (artículo 305.4 del Código Penal). No se irá de rositas, pero no se sentará en el banquillo y, mucho menos, irá a dar con sus huesos en la cárcel. Ninguna sorpresa, cierto, porque un sistema tan endeble, tan quebradizo como el actual, con tantas vías de agua, rodeado de tantos enemigos, sostenido por tan febles defensas, no podría soportar una prueba semejante: la de ver condenado al supuesto factótum de nuestra democracia, al Deux ex machina de la transición.

Era lo esperado. Desde que el 3 de agosto de 2020 se hiciera pública la «huida» de Juan Carlos I de España («una meditada decisión», decía el comunicado hecho público por la Casa del Rey, «ante la repercusión pública de las noticias sobre sus cuentas en paraísos fiscales y para contribuir a que su hijo, Felipe VI, pueda desarrollar su función desde la tranquilidad y el sosiego»), el Gobierno y el palacio de la Zarzuela comenzaron a trabajar en un acuerdo que permitiera desaguar de forma controlada el caudal de un escándalo que amenazaba con reventar la presa llevándose todo por delante, mediante la apertura de un simulacro de investigación judicial que se cerraría, transcurrido un plazo razonable, con la exoneración del Monarca de cualquier tipo de delito penal (inviolabilidad y prescripción) y/o fiscal, a condición este último de que el afectado regularizara su situación con Hacienda. El «pacto de la Zarzuela» lo firman el rey Felipe VI y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (tiene su miga que haya terminado siendo él el autor de la voladura controlada de un escándalo sin parangón en cualquiera de las Monarquías europeas), y lo ejecutan Jaime Alfonsín, jefe de la Casa, y la vicepresidenta primera Carmen Calvo. De la parodia de investigación judicial se encarga la Fiscal General del Estado, Dolores Delgado, la novia de Baltasar Garzón, y como fedatarios públicos se apuntan una serie de personajes entre los cuales destaca el exdirector del CNI, Félix Sanz Roldán, hoy a sueldo de Iberdrola pero en realidad ocupado en la representación de los asuntos del rey emérito en España, que es a lo que se ha dedicado el CNI a lo largo de su existencia: a seguir el rastro de los terroristas de ETA y a ocultar la actuación vergonzante, tanto en lo pecuniario como en lo sexual, de Juan Carlos de Borbón.

Juan Carlos no se irá de rositas, pero no se sentará en el banquillo y, mucho menos, irá a dar con sus huesos en la cárcel. Ninguna sorpresa

Y, de hecho, en el momento procesal oportuno se avisa al presunto defraudador y a sus testaferros de la necesidad de regularizar su situación con Hacienda para, dentro del mencionado artículo del Código Penal, proceder al completo reconocimiento y pago de la deuda tributaria antes de que el ministerio fiscal «interponga querella o denuncia» o «realice actuaciones que le permitan [al emérito] tener conocimiento formal de la iniciación de diligencias». Un chivatazo en toda la regla. Es así como Juan Carlos I realiza hasta dos declaraciones ante la Agencia Tributaria, que suponen el desembolso de casi 680.000 euros y de 4,4 millones, sucesivamente. Como las supuestas indagaciones judiciales, con profusión de comisiones rogatorias, sobre los dineros del emérito se alargaran en exceso o parecieran apuntar en dirección contraria a lo pactado (Zarzuela nunca ha terminado de fiarse, y hace bien, de que Sánchez, rehén de comunistas y separatistas, fuera a cumplir lo acordado), el abogado del monarca, Javier Sánchez-Junco, saltaba a la palestra para acusar a la Fiscalía de «conculcar la presunción de inocencia» de su cliente, cuando no eran los fedatarios del pacto quienes, de forma más sutil, hacían saber su descontento, amén de su desconcierto, filtrando en los medios noticias y/o simples opiniones («dilación inasumible de la investigación de la Fiscalía a Juan Carlos I», 6 de julio pasado en El Confidencial) advirtiendo al Gobierno de que la farsa se estaba alargando mucho y era preciso abreviar trance tan doloroso como rescatar del banquillo y de la cárcel, en su caso, a un sinvergüenza de tanto fuste como Juan Carlos de Borbón.

Dicen las crónicas que el archivo de las investigaciones abre la puerta al regreso a España del regio «indultado», un deseo con el que sus voceros vienen martilleando desde hace tiempo, insensibles todos al grave daño causado a la Corona con su conducta o tal vez pensando que el asunto se ha exagerado o, en el peor de los casos, lo ocurrido no pasa de ser pecadillo venial comparado con la magnitud de su obra como sumo hacedor de la democracia española. Y naturalmente que vendrá, aunque no a la Zarzuela (so pena de infligir la estocada definitiva a la institución) porque allí no lo quieren, de allí le han echado con una patada en el culo, obligado Felipe a hacer con su padre lo que Juan Carlos hizo con el suyo, el conde de Barcelona, obligado, en fin, el rey Felipe a poner en marcha un control de daños muy estricto para evitar que la Corona se fuera por el albañal del oprobio.  

Entrará y saldrá cuando le pete. Vendrá a un aeropuerto discreto, tal que el de Ciudad Real, desde donde se desplazará a las cercanas fincas que sus amigotes, los Alcoceres y Abellós de turno, poseen en esa ancha zona comprendida entre los Montes de Toledo, Sierra Morena y buena parte de Extremadura, fincas de caza mayor de miles de hectáreas y casoplones de ensueño. Acudirá a solazarse con gente muy responsable, como cooperadores necesarios y/o alcahuetes, de las tropelías por él cometidas, un asunto sobre el que resulta ocioso incidir porque quien esto suscribe lo ha hecho ya en numerosas ocasiones («Juan Carlos I y los frutos del árbol podrido«, Vozpópuli del 12 de julio de 2020, la última). Entrará y saldrá cuando le parezca, aunque no se merece volver a pisar suelo español tras haber ofendido gravemente a los españoles. He aquí un Borbón que se ha ganado a pulso el destierro y morir donde injustamente murieron tantos españoles de bien a lo largo de los siglos arrojados de su país por pensar y escribir distinto al credo imperante o al monarca del momento. Morir en el exilio como murió su tatarabuela Isabel II o su abuelo Alfonso XIII. Vendrá y se irá y se enterarán las autoridades pertinentes, pero el trasiego quedará vedado para el gran público. Y a vivir, que son dos días.

He aquí un Borbón que se ha ganado a pulso el destierro y morir donde injustamente murieron tantos españoles de bien a lo largo de los siglos arrojados de su país por pensar y escribir distinto al credo imperante o al monarca del momento

El espanto en la Zarzuela es comprensible. La publicación en el diario ABC de los papeles de Manglano tienen a Alfonsín y a su honorable jefe en un sin vivir, de susto en susto (a pesar de que en palacio han estado siempre al corriente de lo que se iba a publicar). Cada aparición en los medios de nuevos detalles sobre la conducta del emérito contribuye a añadir sucesivas paladas de tierra a la tumba en la que muchos aspiran a sepultar a una institución hoy convertida en el último valladar capaz de contener la marea de quienes buscan acabar con la España constitucional. Tanta desgracia está convirtiendo a Felipe VI en un viejo prematuro. Su aspecto lo denuncia. La farsa de investigación prejudicial sobre el emérito y su consiguiente archivo no son sino una nueva estación del viacrucis que la España democrática se está viendo obligada a recorrer camino de su definitiva redención. O perdición. Ver a Juan Carlos I holgar libremente en sus últimos días por tierra española es el sapo que la España liberal se va a tener que tragar sin rechistar, porque meter en la cárcel al batracio supondría abrir la caja de Pandora de los viejos horrores fratricidas. Jugar con fuego.