ABC-LUIS VENTOSO

¿Qué mayor deslealtad que implorar a Junqueras que salve los Presupuestos de España?

HAY personas de intelecto discreto, carentes de conocimiento, que sin embargo resultan tertulianos superdotados. Las cámaras los adoran y lo que dicen resulta grato y muy creíble para el público. También se da lo contrario: intelectuales de poderosa cabeza, auténticos sabios, que ante la alcachofa de un micro no rascan pelota, no funcionan. En política sucede algo parecido. Algunos personajes de la vida pública concitan gran atención; la sociedad se detiene a escucharlos. Otros en cambio ven cómo sus palabras, aun siendo sensatas, pasan inadvertidas en el bullicio. Los políticos de leyenda atesoran dos virtudes, que los viejos romanos denominaron auctoritas y gravitas. La auctoritas vendría a ser la legitimación social que hace que un líder tenga ascendente moral sobre el pueblo. La gravitas es la dignidad, la seriedad de la que está investida esa figura. Ejemplo absoluto sería De Gaulle, que se echó a su espalda a la Francia derrotada en la II Guerra Mundial y supo camelarla inventándose un mito de grandeur. La edad y el largo tiempo en política sin duda contribuyen a aumentar el peso específico de un líder y el respeto y atención que se le presta.

Pablo Casado tiene 37 años y lleva poco más de dos meses y medio al frente del PP. Emitir un veredicto sería absurdo. Pero se van atisbando detalles. El primero es que sus ideas son sensatas. Ha devuelto la médula ideológica a un PP que se había convertido en una aséptica oficina de gestión. Está impulsando un conservadurismo inclusivo y liberal para conectar con sectores desilusionados de las clases medias y hace hincapié con nuevo vigor en la unidad de España, apelando al espíritu que hace un año engalanó los balcones con banderas. Pero hay algo más. A priori todo es correcto, sin embargo no acaba de conectar con el público: sus resultados en las encuestas son discretos y sus mensajes pasan bastante desapercibidos (en gran medida, es cierto, por el panorama televisivo de cuasi monopolio de izquierdas que le legó Soraya). Por ahora, a Casado le falta un pelín de auctoritas y gravitas, que le dará el tiempo. También le ayudarían unas gotas de astucia. No se dosifica. En su afán de triunfar rápido se acelera tras cada balón y a veces arriesga demasiado la pierna. Sus críticas de los alocados presupuestos de Pedro y Pablo, que comprometen nuestra economía gravemente, son absolutamente atinadas y necesarias. Pero su idea de acudir a Bruselas para quejarse ante la UE de lo malos que son Pedro y Pablo –que lo son– ha sido un poco naif, porque facilita munición gratuita a la implacable máquina de propaganda del progresismo, que ha salido en tromba a acusarlo de «desleal y antipatriota» (Adriana Lastra dixit) y de «actitud desleal e impropia» (doctor Sánchez).

Resulta un sarcasmo que llame desleal a un patriota como Casado un Gobierno sostenido por una alianza felona con los separatistas catalanes y Bildu. Un Ejecutivo que envía a Iglesias a mediar ante Junqueras, el líder del golpe contra España, para implorarle que dé luz verde a los presupuestos del Reino. Pero el problema práctico de Casado es que no ha medido la potencia del cañón propaganda del sanchecismo. Además de meter la pierna, a veces es útil saber regatear.