Juanma Romero-El Confiencial
El líder ha alternado dureza y flexibilidad con el separatismo. La ofensiva que le declaró cara al 10-N ha cambiado para atraerse a ERC. Ferraz alega que la receta sigue siendo «ley y diálogo»
«Conflicto político». Es la última definición que ha abrazado el PSOE de Pedro Sánchez para definir la crisis que está agrietando Cataluña y que es el cuarto problema para los españoles, según el barómetro de noviembre del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Los socialistas han hecho esa concesión lingüística a ERC para allanar el camino y atraer a la formación separatista a la abstención, pues de ella depende la reelección del jefe del Ejecutivo en funciones. Los republicanos valoran el gesto como un buen punto de partida. Un cambio retórico que es el último en la trayectoria zigzagueante de Sánchez solo desde 2017, cuando reconquistó el poder de su partido tras unas durísima contienda de primarias contra la ungida por el ‘establishment’ del PSOE, Susana Díaz. En apenas dos años, el hoy presidente ha mudado de piel en varias ocasiones: desde el reconocimiento de la España plurinacional hasta la alianza con Mariano Rajoy para aplicar el 155, desde la «firmeza democrática» y la «proporcionalidad» contra el independentismo hasta la flexibilidad de Pedralbes, de la «crisis de convivencia» hasta el «conflicto político». Mensajes y tonos duros y otros más conciliadores. Giros, volantazos, obligados o no. Sánchez ha ido acoplando su discurso a la coyuntura, justifican en Ferraz, aunque el fondo, el sustrato, no haya cambiado: su oferta es «ley y diálogo», diálogo «dentro de la Constitución», nunca fuera de ella, por lo que no negociará nunca sobre el derecho de autodeterminación o la amnistía a los presos del ‘procés’. Esa es la línea roja del líder socialista y su partido.
La posición cambiante sobre Cataluña siempre ha sido una crítica interna y externa contra Sánchez. Lo fue, desde luego, en la competición de mayo de 2017, cuando la entonces presidenta andaluza le afeaba sus «bandazos» y Patxi López le llegó a preguntar en el debate a tres qué entendía por una nación. Pero el secretario general defenestrado arrolló a sus rivales e impuso su proyecto. Y en él figuraba una cuestión simbólica y muy controvertida en las filas de su partido: la plurinacionalidad de España, un concepto lanzado para sintonizar con un PSC que se volcó por completo para procurar su vuelta a Ferraz. «Proponemos una reforma constitucional federal, que mantenga la unidad del Estado, perfeccionando el carácter plurinacional del mismo, y que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español, de acuerdo con los artículos 1 y 2 de la Constitución», se puede leer en la resolución política de aquel 39º Congreso Federal, cerrado el 18 de junio de 2017.
Con el reconocimiento de la «plurinacionalidad» de España, el PSOE iba un paso más allá, por tanto, de la Declaración de Granada, de julio de 2013, el texto promovido por el entonces secretario general, Alfredo Pérez Rubalcaba, en consenso con todos los territorios del partido y con el PSC, y que sigue siendo, para los socialistas, la biblia sobre su apuesta por una reforma de la Carta Magna en sentido federal, el documento que más ampliamente aborda los cambios que los dos partidos hermanos plantean para dar una salida al desafío soberanista.
Sánchez fue reprobado en las primarias por sus «bandazos» pero ganó e impuso su idea de la España plurinacional, que aparcó en el otoño de 2017
A la resolución del 39º Congreso siguió la Declaración de Barcelona, sellada por las direcciones de PSOE y PSC en la capital catalana en julio de 2017. En este último texto se advertía de que para «superar el enfrentamiento entre el inmovilismo» del Gobierno de Rajoy y la «deriva independentista unilateral», era preciso abrir un «escenario de diálogo» y caminar hacia una «profunda reforma federal, que permita aunar un profundo autogobierno de las entidades territoriales con la unidad de España y el mejor reconocimiento de la realidad plurinacional de nuestro país sin afectar a la soberanía del pueblo español ni a la igualdad de derechos entre toda la ciudadanía, y que a la vez sirva para profundizar en el carácter democrático del Estado y para garantizar su carácter social».
La moción que obligó al primer giro
La abrupta aprobación de las leyes de desconexión en el Parlament, el 6 y 7 de septiembre de 2017, pisoteando los derechos de las minorías, la celebración del referéndum ilegal del 1 de octubre y la declaración unilateral de independencia motivaron el rápido viraje de Sánchez hacia posiciones más duras. El líder socialista se alineó con Rajoy y pactó con él la puesta en marcha, por primera vez en democracia, del artículo 155 de la Constitución. La intervención de la autonomía.
El presidente recibió a Torra en la Moncloa, reactivó la comisión bilateral, instó a la Abogacía a que acusara por sedición y llegó hasta Pedralbes
La amenaza de secesión de Cataluña y la respuesta concertada de los dos grandes partidos, que desembocó en la convocatoria de elecciones autonómicas para el 21 de diciembre, sirvió a Sánchez para enfundarse el traje de hombre de Estado que perseguía y orientarse hacia el centro después de haber vencido en las primarias con un discurso más izquierdista y conectado con las bases que el que blandía Díaz. Ya en aquella campaña, ni él ni el primer secretario del PSC, Miquel Iceta, retornaron sobre los pasos de la España plurinacional. Los socialistas intentaban recuperar terreno a Ciudadanos y presentarse como una solución transversal y no de conflicto. Los naranjas ganaron aquellos comicios e Iceta vio frenado su avance después de que, en la recta final de la campaña, abogara por los indultos a los líderes independentistas entonces solo imputados.
Aquellos meses de aplicación del 155 en Cataluña aproximaron a Sánchez y a Rajoy, que concertaron sus pasos en defensa del Estado. El líder socialista se convirtió en el azote del separatismo y de quien acabó asumiendo la jefatura del Govern, Quim Torra, a quien calificó de «sectario» y «el Le Pen de la política española».
La moción de censura marcó el giro de guion. Sánchez fue elegido presidente el 1 de junio de 2018 con los votos de Unidas Podemos, ERC, PDeCAT, PNV, Compromís, Nueva Canarias y Bildu. Una audaz operación en la que no hubo negociación con las formaciones independentistas, aunque estas si le pidieron que rebajara el tono contra Torra y se abriera al diálogo con Cataluña.
«Conflicto» y «seguridad jurídica»
Ya desde el Ejecutivo, Sánchez promocionó su receta de «ley y diálogo». Recibió al ‘president’ en la Moncloa, reactivó la comisión bilateral Generalitat-Estado que llevaba parada siete años, instó a la Abogacía del Estado a que acusara a los cabecillas del ‘procés’ por sedición (el delito que finalmente les endosó el Supremo) y no por rebelión y viajó, hace casi un año, hasta Barcelona para reunirse con Torra en el palacio de Pedralbes, mientras sus equipos también deliberaban aparte, hasta que al final hubo una foto de grupo, la ansiada imagen para el separatismo, la de dos gobiernos, el central y el catalán, juntos, aunque de pie, y no sentados: el Ejecutivo buscó evitar la asociación a una cumbre entre dos países.
El Gobierno aplicó durante meses la terapia del ibuprofeno, de la distensión, y aceptó una mesa de partidos con un relator al frente, la figura maldita
En la declaración posterior conjunta, ya se describía la crisis territorial como «conflicto» y se apostaba por «potenciar los espacios de diálogo que permitan atender las necesidades de la sociedad y avanzar en una respuesta democrática a las demandas de la ciudadanía de Cataluña, en el marco de la seguridad jurídica«. No se citaba la Constitución, aspecto que la oposición conservadora criticó duramente, aunque el Ejecutivo siempre subrayó que esa referencia a la «seguridad jurídica» aludía a la Carta Magna, al Estatut y a todo el entramado legal.
A partir de aquella cita, y sumergido como estaba Sánchez en la negociación de los Presupuestos de 2019, capitales para la supervivencia del Gabinete, comenzó un diálogo pilotado por la vicepresidenta, Carmen Calvo, para buscar una salida a la crisis en Cataluña. El Gobierno llegó a aceptar una mesa de partidos con representantes estatales, en la que cada parte pudiera exponer sus propuestas «con total libertad», y al frente de la cual se situaría un relator. No habría un mediador internacional, como quería el separatismo, pero sí un coordinador de los trabajos, un «facilitador» del diálogo, figura que rebeló a una parte del PSOE. Pero el Ejecutivo se negó a negociar un referéndum y los puentes saltaron por los aires. ERC y JxCAT, junto a PP y Cs, tumbaron las cuentas del Estado y Sánchez convocó elecciones anticipadas para el 28 de abril. La terapia del ibuprofeno, como la había bautizado el ministro de Exteriores, Josep Borrell, no había funcionado.
En ese punto arrancó el penúltimo giro del presidente. El tono hacia los secesionistas fue escalando más y más. El candidato quería demostrar que la acusación de la derecha de que dependía de ellos era falsa, pues si España iba a unas generales se debía a que no había aceptado sus condiciones. Sánchez reiteró en campaña que con él no habría nunca ni referéndum ni segregación de Cataluña, y ya entonces advertía de que si fuera necesario, podría activar el 155.
La razón Cataluña para rechazar la coalición
Las urnas del 28-A no dibujaron una mayoría absoluta de PSOE (123) y Unidas Podemos (42). A sus 165 escaños, hacía falta sumar al PNV (6), Partido Regionalista de Cantabria (1), Compromís (1) y la abstención de ERC. Los socialistas se reunieron con Gabriel Rufián —también con Laura Borràs, la portavoz de JxCAT, que no se movió del no—, que no ponía entonces precio a esa abstención. Él siempre avisó de que en julio era posible, porque la sentencia del ‘procés’ aún quedaba lejos. «Todo» sería más complicado según avanzara el tiempo.
Sánchez fue endureciendo sus mensajes de cara al 28-A y más aún para el 10-N, cuando buscó la centralidad y confrontar con el separatismo
En paralelo, Sánchez intentó trenzar un acuerdo con Pablo Iglesias. Intentó zafarse de su exigencia de coalición agarrándose a Cataluña: el fallo del Supremo llegaría en octubre y no tendría garantías de un Gobierno «cohesionado«, como perseguía, si compartía el poder con una formación que aunque le había prometido «lealtad» en este tema, mantenía posiciones muy diferentes a las del PSOE. Situó a Iglesias como «el principal escollo» para un Ejecutivo bicolor, porque necesitaba a un vicepresidente que «defienda la democracia española» y no hable de «presos políticos».
El jefe de los morados dio un paso al lado, las negociaciones, encabezadas por Carmen Calvo y Pablo Echenique, arrancaron por fin pero acabaron naufragando porque la oferta final de Sánchez —una vicepresidencia social para Irene Montero y tres ministerios— no satisfizo a UP. Las siguientes semanas, el largo periodo de dos meses que transcurrió hasta la disolución automática de las Cortes el 23 de septiembre, no sirvieron para acercar posturas con Iglesias y sí para que Sánchez reiterase una y otra vez que quería un Ejecutivo «fuerte, cohesionado y estable», y que no dependiera de los soberanistas,
En la campaña de las generales del 10-N, Sánchez continuó con su ofensiva contra el independentismo. Antes y después de la publicación de la sentencia del ‘procés’, prometió «firmeza democrática», una respuesta «proporcional» del Estado al grado de desafío que planteara el secesionismo y una acción «unitaria» de las fuerzas constitucionalistas. Insistió en que tenía todos los escenarios contemplados, desde la puesta en marcha de la Ley de Seguridad Nacional hasta la activación del 155. El Gobierno en funciones, no obstante, no llegó a recurrir a ninguna medida excepcional, porque no hubo ruptura institucional, como en 2017, aunque sí gravísimos disturbios violentos en Cataluña, que fueron atajados con un refuerzo policial y con la coordinación de Policía y Guardia Civil con los Mossos d’Esquadra.
Las imágenes de Barcelona incendiada por las barricadas, los choques entre los radicales y los agentes, el lanzamiento de pirotecnia o la multiplicación de detenciones y heridos elevaron la preocupación ciudadana por Cataluña, hasta convertirse en el cuarto problema para los ciudadanos, como indicaba el último barómetro del CIS. Hasta a un 43,9% le influyó a la hora de votar.
Mano dura en precampaña y campaña
Iván Redondo, el director de Gabinete del presidente, había enfocado la campaña a la búsqueda de esa «mayoría cautelosa». Sánchez perseguía que se identificara al PSOE con la centralidad, con el centro que había dejado escapar Ciudadanos, que calara el mensaje de que solo él disponía de «equipos, proyecto y presencia territorial» en todo el país. Y de que necesitaba estabilidad para toda la legislatura, lo que exigía sacar de la ecuación a los separatistas.
El presidente no cogió el teléfono a Torra porque no condenó los disturbios violentos, amagó con el 155 y recalcó que había una «crisis de convivencia»
En precampaña y campaña, no cesó de lanzar mensajes contra el independentismo: acudió en varias ocasiones al Tribunal Constitucional para impugnar decisiones del Parlament y para pedirle que advitiera a la Mesa de la Cámara y al Govern de que podía incurrir en desobediencia si no atendía las sentencias y providencias de los magistrados. Aprobó un real decreto ley para frenar la «república digital catalana». Prometió, en el único debate electoral de líderes, recuperar el delito de convocatoria de referéndum ilegal que había derogado el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en 2005 y que su grupo se había negado a rescatar en febrero de 2019, con las Cortes a punto de la disolución. Y se hartó de decir que el problema de Cataluña no era la independencia, sino la «crisis de convivencia». Como gesto de dureza, se negó a cogerle el teléfono a Torra porque no había condenado la violencia y le urgió a hablar primero con los catalanes no independentistas. Sí tuvo que rectificar, por la presión del PSC, y recoger en su programa las alusiones a las declaraciones de Granada y Barcelona, por lo que de manera implícita recuperaba esa ancla de la plurinacionalidad y del modelo federal.
El 10-N hizo añicos sus previsiones. Salió más debilitado de las urnas (perdió tres escaños) y la formación de gobierno se hacía aún más endiablada. La vía de la izquierda le obligaba a buscar la abstención de los 13 diputados de ERC. Y ese camino fue por el que optó desde el primer minuto. En apenas unas horas selló un preacuerdo de coalición con UP que haría a Iglesias vicepresidente y enseguida rebajó el tono hacia el independentismo, al que, tras la primera reunión de la vicesecretaria general, Adriana Lastra —a quien encargó en exclusiva la conducción de las negociaciones de investidura—, con el portavoz de ERC, Gabriel Rufián, concedió un primer gesto: aparcó sus promesas más duras de campaña, como la recuperación del delito de referéndum ilegal, y habló de «crisis política» y no «de convivencia».
Vuelta al ibuprofeno y a Pedralbes
Sánchez no ha comparecido en dos semanas, pero su vicepresidenta, Carmen Calvo, sí fijó los márgenes del diálogo con ERC: no se negociará la autodeterminación ni se desbordará en ningún caso la Constitución, lo que descartaría la concesión de la amnistía a los presos separatistas. Tras la primera reunión de las comisiones negociadoras de PSOE y Esquerra, el pasado jueves en el Congreso, los socialistas aceptaban la expresión «conflicto político» —reconocimiento aplaudido por sus interlocutores— y se abrían a una mesa de diálogo institucional, que no se concretó. La siguiente prueba llegará el martes, con el segundo encuentro PSOE-ERC. Pero antes, este lunes, el presidente concederá su primera rueda de prensa en más de 15 días y marcará, previsiblemente, su hoja de ruta para el diálogo con los republicanos. Conversaciones que no serán sencillas. Y eso se traducirá, tal vez, en un retraso de los planes iniciales de la Moncloa, de Ferraz y de Iglesias, ya que el debate de investidura puede llegar en enero, y no antes de Navidad.
El líder socialista concede este lunes su primera rueda de prensa en más de 15 días y fijará los márgenes de un difícil diálogo con Esquerra
En la cúpula federal se reconoce el cambio de tono de Sánchez en estos vertiginosos más de dos años transcurridos desde la reconquista de las riendas del partido, achacable a una realidad política en evolución, que no es estática. Como se admite que los votos de ERC son necesarios para sacar adelante la investidura y eso exige una modulación en los mensajes y el pago de un peaje que aún habrá de tasarse en estas próximas semanas, si las conversaciones llegan a buen puerto. Pero también recalcan en Ferraz que el fondo no ha mudado, porque Sánchez ha ofrecido, antes y ahora, «ley y diálogo«, de manera que no cabrá nunca un referéndum de autodeterminación, porque ese derecho, directamente, «no existe». Calvo aseguró que se puede hablar de reformas en el Título VIII de la Constitución, pero lo cierto es que todo cambio en la Carta Magna requiere del concurso del PP, que ya ha adelantado que no aceptará.
Los cambios retóricos no han soliviantado por ahora al PSOE, que mantiene prietas las filas en torno a su líder. En los próximos días se podrá comprobar si esa vuelta al lenguaje de Pedralbes conlleva más concesiones de calado. En cualquier caso, la teoría del ibuprofeno regresa. Sin Borrell en el Gobierno, por cierto, ascendido desde este domingo a jefe de la diplomacia europea. El tiempo dirá si esta vez la receta da resultado o el mal se enquista.