Rosario Morejón Sabio-El Correo

  • Existe una extendida tendencia a que los partidos que ganan unas elecciones se comporten como si fueran los propietarios del Estado

La época es de normas democráticas vacilantes, de dúctiles alianzas obscurantistas, coincidentes las más de las veces. Algunos dirigentes de regímenes democráticos parecen coincidir en su desagrado hacia los jueces independientes, sobre todo los de las cortes constitucionales. En su forma de manejar la noción de Estado de Derecho se diría que aspiran a una democracia iliberal.

Para el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu; para el inigualable candidato republicano a la elección presidencial de 2024 en Estados Unidos Donald Trump; para el jefe del Gobierno húngaro, Viktor Orban, o para Jaroslaw Kaczynski, el inspirador del partido en el poder en Polonia, la mayoría política del momento -la de un presidente o de un primer ministro- es la principal fuente de Derecho. La democracia reducida a la elección es la cancha de los oportunistas.

Los electores votan un programa que, en principio, ha de volver al legislador y al Ejecutivo para su realización, salvo que se traicionen las promesas hechas ante los ciudadanos. ¿Simple? Las componendas para lograr el poder ofrecen fórmulas y métodos que olvidan cualquier atisbo de coherencia y servicio al país. Se alejan del Estado de Derecho, ése que incomoda a los políticos pretenciosos, reticentes a controles. El Estado de Derecho estipula que la mayoría debe operar en un marco jurídico superior, que a su vez también ha sido aprobado por una mayoría de electores. La ley debe de ser compatible con este orden jurídico superior -Constitución, tratados, leyes orgánicas-, que tiene por objeto establecer y hacer respetar la división de poderes, la independencia de la Justicia, el respeto de las minorías, y la transparencia y la libertad de expresión, entre otros principios.

¿Por qué emprenderla, entonces, con los garantes del orden jurídico-político de un sistema democrático liberal? Porque la democracia iliberal reposa sobre un paradigma muy sencillo: el partido que gana las elecciones se convierte en propietario del Estado. Todo lo contrario de la separación de poderes. Sistema judicial, Corte constitucional, alta Administración, Policía, el sistema audiovisual público, los contenidos de la enseñanza… Todo cae en manos del ganador del escrutinio. El sofisticado juego de poderes y contrapoderes es aniquilado. O amoldado a los intereses del vencedor.

El actual Gobierno de Netanyahu -una coalición de extrema derecha con ultranacionalistas y religiosos ultraortodoxos- logró el voto favorable de la Knesset (Parlamento) el 24 de julio para decidir el nombramiento de los jueces y reducir el poder del Tribunal Supremo. De dictar este órgano judicial un fallo que no agrade al Ejecutivo, los electos podrán hacer pasar otro por un voto de mayoría simple. Así, decisiones gubernamentales que los magistrados consideren irrazonables, excesivas o injustificadas no podrán ser invalidadas, como hasta ahora, en un país que carece de Constitución. Cientos de miles de personas se han lanzado a las calles en señal de protesta a la espera del veredicto de los jueces, que en septiembre deben pronunciarse sobre la validez de estas medidas.

Si el proyecto de castración de la Corte Suprema no ha concluido, los destrozos de Netanyahu al Estado de Derecho y a la democracia israelí son evidencias internacionales. El empeño del primer ministro está fracturando la sociedad llevándola al borde de la guerra civil, debilita la economía y aleja a numerosos reservistas que se niegan a servir bajo un régimen autoritario. A Netanyahu todo eso le trae sin cuidado. Su principal preocupación es seguir gobernando y retrasar el mayor tiempo posible la conclusión de su proceso por fraude, corrupción y abuso de confianza.

El Estado de Derecho estipula que la mayoría debe operar en un marco jurídico superior, que también ha sido aprobado por los electores

Apodado el ‘Kosem’ -el mago a quien todo le sale bien-, ha roto con sus antiguos socios de derecha para estrechar relaciones con unos partidos extremistas cuyo mayor afán sería arrasar Cisjordania, valora el profesor Cohen (‘Le Monde’, 3 agosto). «Netanyahu se ha revelado no solo como un primer ministro nocivo, sino también como uno de los más débiles de Israel. Está obligado a satisfacer los apetitos sin límites de aliados políticos a quienes nada importa la democracia», escribe.

Asentar el poder sometiendo a los jueces y las más altas jurisdicciones a un férreo control político es la ruta del despotismo. En 1990, el geopolitólogo Pierre Hassner retomó el término ‘democratura’ para desteñir la evolución de las antiguas repúblicas socialistas europeas fuera de la tutela soviética. La esperanza entonces era la de una dinámica internacional confiada en que desde órdenes autoritarias, incluso dictatoriales, se mutaría hacia regímenes democráticos. La dinámica se perdió en el camino. Hoy se opera un reflujo en la creciente extensión de una zona gris entre dictaduras y democracias. La llamada ‘tercera vía’. Se organiza alrededor de un responsable carismático, sediento de poder y sus resortes son principalmente identitarios, nacionalistas o religiosos.

La reivindicación de eficacia intenta justificar los mangoneos en los engranajes del Estado, de la economía y de la sociedad. Su corolario es exponer al país a los abusos de un poder privado de frenos y de contrapoderes. El deber de las instituciones de toda democracia liberal es bloquear esta ruta.