JORGE BUSTOS-El Mundo

Mes y medio después de la moción donde debió hacerlo, Pedro Sánchez presentó en el Congreso su programa de Gobierno, o su programa electoral. Eligió para ello el Día Mundial del Emoticono, y en eso nadie va a discutirle la coherencia: el emoticono es un invento de los ingenieros de Silicon Valley para ahorrarnos el esfuerzo del lenguaje articulado y el sanchismo es un invento de los spin doctors de Moncloa para ahorrarse el trámite de gobernar con escaños. ¿Estamos ante un Gobierno corto o ante un spot largo? ¿Vale la pena indignarse por las amenazas a la enseñanza concertada o a la industria del diésel? ¿Cuántas de las reformas anunciadas se llevarán finalmente a término? Es la pregunta que en estos momentos se están haciendo la momia de Franco en la huesa de Cuelgamuros y los defraudadores acogidos a la amnistía fiscal en el confortable anonimato del que Sánchez ya no quiere sacarles.

El presidente del Gobierno es un hombre audaz, pues hace falta audacia para llegar a presidente como ha llegado, pero a cambio padece dos miedos paralizantes: a los periodistas y a los votantes. De los primeros teme las preguntas, y para eso envía a las ruedas de prensa a sus ministras, y de los segundos teme la intención de voto, y para eso coloca en los fogones del CIS a don Tezanos, que llega con el mandil puesto y el carné en la boca. A este síndrome sanchista del pánico electoral lo ha bautizado Hughes como urnofobia, contra la cual solo se conoce un tratamiento: el dinero público, que ya se sabe que no es de nadie. El plan es comprar en el mínimo tiempo posible el máximo número de voluntades con cargo al bolsillo del contribuyente. Puede intentarlo porque recibe una España que crece al 3% y porque Calviño ha rogado a sus colegas bruselenses que hagan la vista gorda mientras engrasa con más déficit la campaña de las autonómicas. Y así es como, Sánchez, gobernando con los Presupuestos del centro-derecha, rinde tributo a la sentencia de Josep Pla, que advirtió que el socialismo es un lujo pagado por el capitalismo.

He notado que la política sanchista se escribe con efe, de Ferraz. Y de Franco, feminismo, fiscalidad, favores, filtraciones, flashes, farsa. Sus filias se dirigen a populistas y nacionalistas, aunque a veces no atinen todos juntos a aprobar un decretazo como el de RTVE (el monstruo de Frankenstein nunca fue un dechado de coordinación). Las fobias están más definidas: el enemigo no es el PP, con el que siempre se puede pastelear un consejo de jueces o uno de medios, sino el «señor Rivera», aquel con el que firmó un pacto de gobierno hace dos años y al que ahora tilda de extrema derecha, lo que convertiría a Susana Díaz en la Salvini del sur. Atacando a Ciudadanos el Gobierno reconoce quién lidera la oposición, pues el PP está ocupado en renovarse con una quijada de burro y Podemos apenas encuentra en la inmigración y en la monarquía espacio para diferenciarse del PSOE. Casado y Santamaría entraban y salían del hemiciclo, pero siempre por separado, y cuando trascendió su reunión supimos que más bien se trató de un encontronazo. Parece que pelearán hasta el final, y es lo suyo, porque si pactaran ahora estarían burlándose del militante. Que por otra parte es lo que se ha hecho toda la vida y lo que explica el raquitismo del censo.

El mejor aliado de Sánchez será el verano, que siempre nos baja las defensas. Luego vendrá el otoño, hosco como el ceño de RafaHernando, tórrido como el amor de Torra. Y veremos entonces quién abandona este chat de contactos promiscuos donde lo real se encripta y lo fingido se airea y que solo un exagerado puede llamar ya legislatura.