De nobis fabula narratur

JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 07/01/13

«Allí donde existe el caldo de cultivo histórico, asoma un viejo conocido continental: el fantasma del nacionalismo.

« Ahora ya no temo al hambre ni tengo que pagar renta y, por fin, me veo libre de la gota», reza una lápida romana. La muerte acaba con pesares y servidumbres; por eso nada se le parece más que la utopía, la ideología salvífica, redentora.

La noble Política, entendida como genuino interés general y desarrollo de la cosa pública, con todo su acervo milenario, había alcanzado en las democracias liberales europeas de la segunda mitad del siglo XX depuradas formas de respeto al individuo y un grado de protección desconocido en la historia. Sus consecuciones sanitarias, sociales, educativas o de seguridad se conjugaron con la preservación e impulso de derechos y libertades individuales inalienables. Es esta parte de la fórmula, la de la libertad, la que acreditó su superioridad moral frente a cualquier otro modelo político autolegitimado por la preeminencia del factor social, por su vocación igualitaria.

La democracia liberal es superior moralmente a la cosmovisión socialista en sus diferentes aplicaciones prácticas, cuyo común denominador siempre fue (sigue siendo allá donde perduran las dictaduras de izquierdas) el uso del terror institucionalizado y la consideración del individuo como medio para alcanzar fines grandiosos y retóricos. También es superior, huelga decirlo, a los totalitarismos hermanos del socialismo: fascismo, nazismo. Más allá de la lamentable tendencia de la intelectualidad occidental a apoyar regímenes totalitarios y a minar (afortunadamente sin éxito) las democracias desde donde disertaban, las mentes libres que habían leído a los disidentes del Este, y los centenares de millones de súbditos repentinamente convertidos en ciudadanos, no podían más que celebrar la caída del Muro de Berlín, el derrumbe del socialismo real y el final de la Guerra Fría por inapelable victoria del mundo libre. Me constan, porque tuve que sufrirlas, las piruetas analíticas, doctrinales, demenciales, con que los corrillos universitarios domésticos trataron de negar aquel resultado. No traigo citas para no avergonzar a nadie.

Pero los años han corrido, las tiranías «igualitarias» son una reliquia, la mejor intelectualidad occidental ha entonado ya su mea culpa y algunos de los países liberados hace veintitantos años —muy especialmente Rusia— decoran con formalidades democráticas la perpetuación de oligarquías criminosas que se engarzan con la anterior etapa histórica a través de unos mismos grupos de poder: de vanguardia del proletariado a elite de la cleptocracia. Los Estados Unidos se conducen sin convicción ni liderazgo en la nueva era, dudan sobre la necesidad de mantener su enorme poderío militar y enfrentan enemigos sinuosos, plurales, inasibles, que atacan en casa, que actúan sin declarar guerras. Mientras tanto, van ensayando una europeización de sus sistemas de protección. En sentido contrario transita la Unión Europea, desmontando parcialmente, con no menos indecisión, sus formidables Estados del bienestar.

Una agobiante sensación de falta de futuro se extiende deprisa entre las sociedades más afectadas por la gravísima crisis económica. Es el caso de España, donde uno no puede dejar de preguntarse cómo evolucionará un país cuyos jóvenes no pueden acceder a su primer puesto de trabajo, o, en el remoto caso de poseer inclinaciones emprendedoras, no tienen modo de conseguir la mínima financiación para autoocuparse. Los despedidos empiezan a comprender que el mercado de trabajo ya nunca funcionará como en el pasado, y caen en la desesperanza al interrogarse sobre su encaje en un mundo que sólo saldrá del atolladero a base de sacrificar las certidumbres. En tal tesitura, allí donde existe el caldo de cultivo histórico asoma un viejo conocido continental: el fantasma del nacionalismo.

El nuevo despliegue de nacionalismos centrífugos, con planteamientos urgentes de secesión, en el seno de viejos estados-nación que son troncales en Europa, no sólo pone en peligro a los estados concernidos, sino al entero proyecto europeo. Y lo hace, justamente, en el umbral de una etapa decisiva para la Unión, justo cuando las cesiones de soberanía «hacia arriba» de los miembros deberán acelerarse en pos de la unidad fiscal, la efectiva armonización legislativa, la unidad económica, la unidad política. Integración, unidad y flujo competencial centralizador van a ser la tónica de los próximos años. No hay alternativa. O, mejor dicho, la alternativa es inasumible: renuncia al espíritu de la Unión, muerte del euro, abandono a su suerte de los miembros con problemas, etc.

La tentación nacionalista es, en gran medida, consecuencia de la devastación que la crisis está causando sobre las expectativas vitales de millones de personas. Suele olvidarse este aspecto en los análisis. Claro que es oportuno denunciar la voluntad de impunidad de los precursores del secesionismo, tan vulnerables. Tratar de escamotear responsabilidades personalísimas bajo una bandera es uno de los trucos más manidos de esta escuela de magia. En el colegio Hogwarts de Harry Potter no llegarían al aprobado. La impunidad y otras ambiciones inconfesables están ahí. Pero no explican el eco alcanzado por patrañas tales como el expolio fiscal, convertido en base y fundamento de la nueva utopía periférica: sin España, seremos ricos y felices. Así, mis propias carencias, mis problemas laborales y hasta personales, incluso mis dolencias, mis frustraciones, mi falta de horizontes… desaparecerán de un plumazo. La evidencia estremece: ese nuevo estado es la muerte. «Ahora ya no temo al hambre ni tengo que pagar renta y, por fin, me veo libre de la gota».

Por previsor que uno sea, algunos epitafios sólo pueden ser obra de los deudos. Por ejemplo, cuando dan cuenta del modo en que se ha muerto. Es el caso de la lápida del gladiador romano Diodoro, hallada en Turquía: «Después de derrotar a mi oponente Demetrio, no lo maté de inmediato. El destino y la astuta traición del summarudis [el árbitro] me mataron». La historia siempre habla de nosotros. Si no, ¿por qué nos interesaría? Uno puede depositar todas sus esperanzas en un Estado, o en un estado, donde todo lo odioso se acabará por fin —el miedo al hambre, el pago de la renta, la gota— sin percatarse del fúnebre paralelismo. Y cuando todo falle, siempre se le puede echar la culpa al summarudis, o al Tribunal Constitucional.

JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 07/01/13