De profetas y de ilusiones

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 15/12/13

José María Ruiz Soroa
José María Ruiz Soroa

· No existe una ‘ética universal’ válida para todos los órdenes de la vida.

Nadie discutiría hoy en día que el pluralismo es uno de los rasgos característicos de las sociedades actuales. Pluralismo que atañe, fundamentalmente, a los valores que guían el pensamiento y la acción de cada persona, grupo o nación, y cuyo respeto se considera uno de los requisitos fundamentales de cualquier sociedad democrática.

El sociólogo alemán Max Weber pasa comúnmente por haber sido, ya hace un siglo, uno de los científicos sociales que antes se refirió al pluralismo de valores. Y, sin embargo, se suele olvidar el sentido muy peculiar que Weber dio a ese pluralismo, que es lo que me interesa recordar hoy. Porque Weber no se refirió a un pluralismo de valores en la sociedad, sino a algo muy distinto y mucho más trascendental para el ser humano moderno: al pluralismo que habitaba en ese mismo ser humano y que le condenaba, desde que apareció la sociedad moderna, a poseer una experiencia vivencial fracturada.

Las sociedades modernas se caracterizan, en efecto, por ser unas sociedades donde diversas esferas de acción colectiva se han constituido y autonomizado como ‘órdenes de vida’ distintos. A diferencia de las sociedades más simples antiguas en las que un solo valor era capaz de dominar y dar sentido a la vida social, en las modernas se han escindido esferas separadas, tales como la economía, el derecho, la política, la familia o la religión. Y el ser humano vive en todas ellas, ellas son los diversos órdenes de vida en que se encuentra fatalmente escindido.

Pues bien, lo que Weber estableció seminalmente es que cada uno de estos órdenes de vida posee sus propios valores, su propia ética. En los términos más actuales propios de la teoría de sistemas de Luhmann, cada uno responde a un código distinto. Cuando se actúa en asuntos económicos, el ‘ethos’ no es el mismo que el del ciudadano en los asuntos jurídicos, ni de los políticos, porque se trata de mundos con funciones diversas: la política intenta generar decisiones colectivas vinculantes, mientras que la economía busca la eficiencia en la provisión de bienes, y el derecho a dar a cada uno lo que es suyo.

La consecuencia más relevante de esta fragmentación de la sociedad y del hombre moderno es la de que no existe para ellos una ‘ética universal’ en el sentido de ser válida para todos los órdenes de vida. «¿Podría haber una ética en el mundo que pudiera imponer normas de contenido idéntico a las relaciones eróticas, comerciales, familiares y profesionales, a la relación con la esposa, con la verdulera, el hijo, el competidor, el amigo o el acusado?», planteó Weber en una célebre conferencia. Atención, no estaba proclamando que la economía o la política no poseyeran sus normas éticas, como algunos gustan de malentenderle, sino algo mucho más serio: que cada actividad tiene sus propios valores y que éstos no pueden sacarse de su esfera y trasplantarse a otras sin riesgo de desorden y confusión.

Y, además, Weber estaba anunciando que la condición ‘fracturada’ del ser humano moderno, escindido en esos plurales ‘órdenes de vida’ con sus distintos valores, no era una fragmentación existencial desastrosa para ese ser humano, una distorsión que habría de ser ‘curada’, sino un hecho histórico que necesitaba ser afrontado sin falsas esperanzas. Porque hay un coro de voces moralistas que se han dedicado con fruición a denunciar que el ser humano moderno vive ‘alienado’, ‘fuera de sí mismo’, con su alma fatalmente escindida entre requerimientos contradictorios o habiendo perdido el lazo substancial que le conectaba a una manera de ser primigenia y auténtica. Y a proponer recetas para volver a él. Pero en realidad –dice Weber– no existe ese ‘hombre esencial’ que esté por encima de esas personalidades diversas, o que pueda actuar como una especie de vértice o centro que las unifique. Cada esfera de acción tiene sus reglas y ninguna de ellas funciona como aglutinadora de las demás, o como proveedora de ‘sentido’ o de ‘ética’ para las demás.

Todo esto tiene interés porque vivimos tiempos en que, de nuevo, se vuelve a reclamar lo imposible, es decir, que una de las esferas sociales, o uno de los ‘hombres sectoriales’, se haga cargo de la totalidad. Una vez más el pensamiento social se rebela contra las consecuencias poco simpáticas de la modernidad y se dedica a añorar un mundo sin desgarros ni complejidad. Un mundo en el que, de nuevo, reinen los valores ‘auténticos’ que daban un sentido unívoco al mundo. ¿No les suena el discurso de volver a recuperar los valores perdidos? ¿No les suena la prédica de que si volviéramos al hombre esencial, a la raíz de lo humano, se corregiría el mundo? ¿No les suena el mensaje de que es la política la que debe hacerse cargo de un mundo económico desbocado? ¿O el de volver a los valores comunitarios del hombre de las relaciones ‘cara a cara’?

En la modernidad ilustrada y racionalista de los occidentales ha existido siempre una cierta añoranza por un mundo que se supone que se fue, igual que el ser humano añora su infancia. Pero cuando el lamento quiere ser más que una añoranza y se propone como programa moral, político o social, entonces es una trampa intelectual.

La política no es sino un orden de vida más, ni el más importante ni el habilitado para proveer de sentido a los demás, por mucho que la izquierda venda esa idea. La economía no puede intentar suministrar, de tapadillo, modelos de acción para otros campos, reduciéndolos a todos a su ‘ética de la eficiencia’, como propone el catecismo neoconservador. La religión es un orden de vida en el que se afronta la trascendencia del ser humano, pero no un humanismo simpático capaz de curarlo todo con amor fraterno. Y así.

Weber pasa por ser un pesimista. Pero en realidad fue un lúcido estudioso de la modernidad y de sus problemas. Se limitó a ponernos ante nuestras propias realidades y a advertirnos, eso sí, a advertirnos muy en serio, contra los falsos profetas y las ilusiones sin fundamento. Por ejemplo, la de proponer éticas válidas para todo, o un hombre nuevo que supere al fin la fracturas del moderno. Créanle, cualquier programa de sociedad futura que se base en un cambio antropológico fundamental del ser humano es un timo, o una regresión imposible a la simplicidad. A pesar de que, precisamente por eso, sean irresistiblemente atractivos.

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 15/12/13