TERESA DÍAZ BADA / Presidenta del Foro contra la Impunidad en el País Vasco, EUSKADI INFORMACIÓN GLOBAL 18/01/13
“Las víctimas del terrorismo, durante los últimos cincuenta años, apenas hemos tenido alguna opción para acceder a la Justicia con mayúsculas”
En las últimas elecciones autonómicas, algo más del 25% de los vascos votó a favor de un candidato de EH Bildu, el proyecto político nacido de y tutelado por la banda terrorista ETA para liderar el Gobierno autónomo.
Cincuenta años de barbarie terrorista han abocado a los vascos a las puertas de este indescriptible abismo moral, ya que cuando uno de cada cuatro ciudadanos apoya libremente a un proyecto ideológicamente totalitario y éticamente indecente como el de Bildu, es que algo falla, que algo se encuentra moralmente enfermado en el corazón de Euskadi.
Este vergonzoso número de ciudadanos proclives a las tesis de ETA, y otra gran mayoría de vascos cercanos a las tesis del nacionalismo más irredento, han moldeado un territorio indócil a la aplicación de las leyes democráticas, renuente a la convivencia, impenetrable a la civilidad democrática y rebelde al juego institucional.
Permanentemente empujadas a padecer esta barbarie moral, y a vivir en el interior de ella, las víctimas del terrorismo, durante los últimos cincuenta años, no solamente hemos carecido de ningún tipo de garantía para acceder a la justicia restaurativa, procedimental o terapéutica sino que apenas hemos tenido alguna opción para acceder a la Justicia con mayúsculas.
Las víctimas del terrorismo somos conscientes de que ninguna ley tiene capacidad para devolver la vida al casi millar de personas asesinadas por los terroristas. Pero la imposibilidad de que exista una justicia restitutiva total no exime, de ninguna manera, de la firme demanda de una justicia reparadora que siempre tiene un importante componente terapéutico. De hecho, los principales ordenamientos jurídicos internacionales se asientan sobre dicha exigencia y su no cumplimiento abre el camino hacia la impunidad de los delitos.
A estas alturas de nuestra historia, hay que decir las cosas con claridad: quienes afirman que no se puede hacer justicia en el País Vasco, que hay que hacer tabla rasa y que hay que buscar la «reconciliación» de “toda” la sociedad, están aceptando que el terrorismo, y fundamentalmente el terrorismo de ETA, es una especie de desgracia divina, no provocada por nadie, no sujeta a ninguna medida de corrección y libre de castigo, que las víctimas directas e indirectas hemos de soportar sin ninguna posibilidad de alivio.
Nada más lejos de la realidad. Muy al contrario, creo que la justicia, cuando actúa con precisión, firmeza y eficacia, es excepcionalmente terapéutica para las víctimas, nada tiene que ver con el odio y es sinónimo de ejemplaridad democrática y de probidad moral. Y debemos tener en cuenta que, a pesar de lo que de una forma manipulada se diga desde determinadas instancias oficiales, ésta es la principal reivindicación de las víctimas del terrorismo. Una petición avalada por ellas mismas, individualmente o a través de sus asociaciones, con la enorme legitimidad que les otorga el hecho de que, en España, jamás se ha producido un sólo acto de venganza llevado a cabo por una víctima.
Cuando las víctimas del terrorismo en particular, y muchos otros ciudadanos en general, hemos exigido nuestro derecho a la justicia, desde el País Vasco, fundamentalmente, pero también desde el resto de España, demasiados políticos, intelectuales, periodistas y agentes sociales nos han recriminado, con el mayor de los cinismos, que solamente deseamos obtener beneficios políticos o económicos del asesinato de nuestros padres, maridos, esposas, hijos o amigos. Como muestra, un ejemplo cercano: quien será el próximo lehendekari del Gobierno vasco, Iñigo Urkullu, no dudó en afirmar hace algunos años que las víctimas vascas nos «autodenominamos víctimas del terrorismo»… Y nos decía esto mientras, al mismo tiempo, definía a los etarras encarcelados por asesinar a nuestros familiares como «ciudadanos y ciudadanas vascas privados de libertad».
Esto es una afrenta a la decencia, a la dignidad y a la justicia, pero, además, nos lleva a una nueva cuestión, quizás, más importante: ¿a quién, a quiénes molestan las peticiones de justicia de las víctimas del terrorismo? ¿No será que molestamos a los asesinos porque les colocamos frente a frente su atrocidad; que estorbamos a los cómplices de los criminales porque les evocamos su perversa colaboración con la brutalidad y que cohibimos un poco a tantos y tantos vascos como, a través de todo tipo de acuerdos infames con los criminales, se abrazaron a los verdugos o miraron hacia otro lado?
La sociedad vasca que describía al comienzo de mi intervención no ha surgido de la noche a la mañana. Desde aquel 27 de junio de 1960 en el que ETA asesinó a la niña Begoña Urroz, uno de los elementos que más ha contribuido a que la lacra terrorista se haya perpetuado en el País Vasco y en España a lo largo de más de medio siglo ha sido el hecho de que, durante todo este tiempo, numerosos ciudadanos han interiorizado que el recurso al asesinato, al chantaje, a la amenaza o la extorsión es algo que, aunque reprobable e imposible de compartir, puede ser comprensible, dada la existencia de un presunto y falsario “conflicto político” que, al parecer, no puede ser solucionado por vías exclusivamente democráticas. De hecho, y según un informe del Defensor del Pueblo vasco hecho público en 2009, casi la mitad de los estudiantes de Euskadi todavía cree, con diversos grados de convencimiento, que un atentado terrorista puede tener algún tipo de justificación política.
Perversas razones de interés político nacionalista, falsos progresismos que han alimentado la creencia ignorante de que todas las ideas pueden ser dichas en libertad (incluso las que exigen más tiros en la nuca) y una asombrosa dejación de las instituciones en su deber de hacer cumplir la legalidad democrática, han alimentado estas convicciones atroces. Y, consecuentemente, han abonado el terreno para que en nuestra tierra se anulara, de hecho, cualquier recurso a la Justicia más elemental y para que lo que haya primado durante años en nuestra sociedad haya sido el punto de vista de los verdugos y de los cómplices de éstos, y nunca el de sus víctimas.
Este predominio absoluto del punto de vista del verdugo sobre la vida cotidiana del País Vasco ha imposibilitado en la práctica cualquier forma de justicia restaurativa, ha influido negativamente en la justicia procedimental y ha anulado cualquier atisbo de justicia terapéutica. (Por ejemplo, hay que recordar cómo en diciembre de 1995 dos ertzainas fueron asesinados en Itsasondo y meses después su asesino fue absuelto en un juicio con jurado popular celebrado en San Sebastián).
De hecho, hoy en día, la voz de los terroristas, ahora emitida desde las instituciones, continúa siendo una de las grandes lacras contra las que ha de luchar una sociedad demasiado narcotizada frente a la barbarie, ensimismada, a pesar de la crisis, en su riqueza material y rápidamente dispuesta a olvidar que ante su silencio se han cometido algunos de los atentados más graves contra los derechos humanos que se han producido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Como bien señala el experto Rogelio Alonso, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Rey Juan Carlos I, en un magnifico artículo publicado en “EL Correo” el pasado 17 de octubre, y cito textualmente:… “A menudo socialistas y populares tratan a los representantes de ETA como si fueran verdaderos demócratas amparándose en que la legalidad así lo exige. Relativizan así las exigencias propias de una democracia que debe penalizar a quienes carecen de la necesaria legitimidad para participar en plenitud de derechos mientras siguen sin deslegitimar el terrorismo… Un ejemplo revela los peligros de tan injusta integración. El 12 de junio, Martín Garitano asistió a los premios en memoria de Joxe Mari Korta. Las imágenes del evento mostraban a sonrientes dirigentes del partido popular departiendo amigablemente con Garitano, bridándole las condiciones de demócrata de las que carece quien no tiene la dignidad de condenar el asesinato del emrpesario vasco, ni de los compañeros de partido de aquellos, ni del resto de las victimas de ETA… Con ese complaciente trato y tan macabra presencia explotada por Bildu se escenificaba un empate moral que ahora los electores validan: da lo mismo asesinar que haber sido asesinado”.
Frente a esta mirada orweliana de los verdugos, que ha llegado a su grado máximo de expansión especialmente durante los últimos meses y especialmente en Guipúzcoa, las víctimas del terrorismo nos hemos convertido en la práctica en el último colectivo social que seguimos reivindicando que es necesario que se haga justicia, que el final de ETA ha de tener vencedores y vencidos y que no puede haber espacios para la impunidad de los terroristas.
Y, a pesar de lo que digan muchos, tenemos la máxima legitimidad para continuar insistiendo en esta reivindicación. ¿Por qué? Porque en condiciones profundamente dramáticas hemos dado siempre un ejemplo modélico de respeto al sistema democrático, de renuncia a la venganza y de repulsa a cualquier método violento para terminar con ETA. Porque conocemos mejor que nadie todo el dolor y las consecuencias que se derivan de cada atentado criminal. Y porque somos los máximos exponentes de toda la infamia que se ha vertido en este país y, por ello, poseemos una absoluta autoridad para seguir reclamando, y exigiendo, el cumplimiento de la más elemental de las justicias.
Este papel preponderante y esencial de las víctimas del terrorismo ha sido reconocido recientemente por la directora de la subdivisión de Prevención del Terrorismo de la Oficina de la ONU contra el Delito, Marta Requena. Para esta representante de las Naciones Unidas, “ya que en el terrorismo el foco no es solamente la persona concreta, sino toda una sociedad y sus instituciones, las víctimas debemos jugar un papel activo antes, durante y después del proceso penal”.
También el Parlamento europeo reconoce esta posición especial de las víctimas del terrorismo con respecto a la Justicia al señalar que “las víctimas del terrorismo han sufrido atentados cuya intención última era hacer daño a la sociedad. Por ello pueden necesitar especial atención, apoyo y protección, debido al especial carácter del delito cometido contra ellos. Las víctimas del terrorismo pueden ser objeto de un importante escrutinio público y a menudo necesitan el reconocimiento social y un trato respetuoso por parte de la sociedad. En consecuencia, los Estados miembros deben tener especialmente en cuenta las necesidades de las víctimas del terrorismo, y esforzarse por proteger su dignidad y seguridad”.
En mi opinión, durante los últimos meses se han producido en España dos claros ejemplos de desprotección moral de las víctimas del terrorismo y de ruptura de las “Garantías de acceso a la Justicia de las Víctimas”.
Por un lado, la conocida como “vía Nanclares” para la reinserción de los presos de ETA, basada, según ha explicado el Gobierno de Patxi López, en la vía político-jurídica que a finales del siglo XX se aplicó en Italia para la recuperación de algunos condenados por crímenes terroristas y por delitos relacionados con la Mafia, ha puesto ya a varios miembros de ETA en libertad. Algunos de ellos, incluso, dan conferencias financiadas con dinero público y escriben libros que reciben la máxima difusión desde muchos medios de comunicación.
Pero en las excarcelaciones de presos etarras derivadas de la “vía Nanclares” falta, en mi opinión, un elemento clave que es, aunque aquí se haya querido ocultar, la esencia del modelo reinsertivo italiano: la exigencia de que los terroristas a quienes se va a beneficiar colaboren con la Justicia y las fuerzas de seguridad.
El proceso de recuperación social de varias decenas de miembros de las Brigadas Rojas que se llevó a cabo en Italia, conocido como “pentismo”, se construyó, tal y como explica Enzo Musco, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Roma, en la necesidad de que los presos asumieran “la propia responsabilidad por uno o más delitos, acompañado de la ayuda proporcionada a los investigadores para el conocimiento del mundo criminal al que pertenece.”
Esta es la clave de los procesos de reinserción de presos en Italia y, de hecho, las prácticas “pentistas” fueron avaladas por el Consejo de Europa el 20 de diciembre de 1996. Esta institución, en una recomendación centrada en la lucha contra la criminalidad organizada, invitaba a los Estados miembros “a solicitar las colaboraciones procesales en consideración a la particular eficacia poseída por las informaciones proporcionadas por los miembros de las organizaciones criminales, valorando la posibilidad de concederles beneficios y medidas de protección.”
Esta recomendación del Consejo de Europa explicaba, además, que deben considerarse colaboradores con la justicia tanto quienes “proporcionan informaciones útiles a las autoridades competentes con fines investigadores y con finalidad de adquirir pruebas pertinentes relativas a la composición o a la estructura o a las actividades de las organizaciones criminales, a las relaciones incluso internacionales con otros grupos criminales y a los delitos que estas organizaciones o grupos han cometido o podrían cometer como quienes proporcionan una efectiva y concreta ayuda a las autoridades competentes para contribuir a recuperar de las organizaciones criminales recursos ilícitos o provenientes de los delitos».
Pero, los defensores de la reinserción de etarras a través de la denominada “vía Nanclares”, del Ministro del Interior al Lehendakari, pasando por Rodolfo Ares, Jesús Loza o la Dirección de Atención a las Víctimas del Gobierno vasco, callan en todo momento sobre la “delación” como pieza angular del modelo italiano que dicen imitar.
Los escasos etarras acogidos a la “vía Nanclares” solamente han tenido que mostrar un indefinido, y generalmente vacuo, arrepentimiento, para alcanzar los beneficios asociados a la misma. El Gobierno vasco en general, y el Comisionado y la Dirección de Atención a las Víctimas en particular, se equivocan al despreciarla “delación” como algo nefasto porque, según dicen “no se puede obligar a los terroristas a ser unos chivatos”.
Colaborar con la justicia no tiene nada que ver con el mentecato concepto de “soplón” (tan utilizado, perversamente, por la banda terrorista ETA) y, además, muchos políticos de todos los partidos mienten cuando, una y otra vez, aseguran que no existe esta figura en el ordenamiento jurídico español.
Fue el Gobierno de Felipe González quien, en mayo de 1988, impulsó la modificación del Código Penal acentuando “el premio a la delación” a los efectos de “la extinción de la pena y la obtención de la libertad condicional”. Y el Código Penal español, actualizado en 2009, es taxativo en esta cuestión en su artículo 90.1.c: “Asimismo, en el caso de personas condenadas por delitos de terrorismo de la sección segunda del capítulo V del título XXII del libro II de este Código, o por delitos cometidos en el seno de organizaciones criminales, se entenderá que hay pronóstico de reinserción social cuando el penado muestre signos inequívocos de haber abandonado los fines y los medios de la actividad terrorista y además haya colaborado activamente con las autoridades, bien para impedir la producción de otros delitos por parte de la banda armada, organización o grupo terrorista, bien para atenuar los efectos de su delito, bien para la identificación, captura y procesamiento de responsables de delitos terroristas, para obtener pruebas o para impedir la actuación o el desarrollo de las organizaciones o asociaciones a las que haya pertenecido o con las que haya colaborado, lo que podrá acreditarse mediante una declaración expresa de repudio de sus actividades delictivas y de abandono de la violencia y una petición expresa de perdón a las víctimas de su delito, así como por los informes técnicos que acrediten que el preso está realmente desvinculado de la organización terrorista y del entorno y actividades de asociaciones y colectivos ilegales que la rodean y su colaboración con las autoridades.”
¿Cuántos etarras sujetos a la denominada “vía Nanclares” han cumplido con esta exigencia?
Un segundo ejemplo dramático de ruptura de las “Garantías de acceso a la Justicia de las Víctimas”, es lo que se ha conocido como el “caso Bolinaga”.
La decisión, marcadamente política y amparada en la idea demagógica expuesta por el juez José Luis Castro de que los «principios de humanidad y derecho a la dignidad de las personas deben predominar sobre cualquier otra consideración legal», pone de manifiesto algo en lo que desde el Foro contra la Impunidad en el País Vasco hemos insistido reiteradamente a lo largo de los últimos meses:
Hay en la sociedad vasca, sobre todo, pero también en una parte importante del resto de la sociedad española, un empeño cruel por pasar página, por olvidar nuestra más reciente historia, por recibir con palmas a torturadores como Bolinaga y por hacer surgir, a machamartillo político, un nuevo escenario en el que las permanentes reclamaciones de memoria, verdad y justicia lideradas por la gran mayoría de las víctimas del terrorismo se conviertan en peticiones éticamente indecentes que solicitan perdonar a los asesinos y que apelan a “sumar esfuerzos” entre los verdugos y sus víctimas.
Ante situaciones como esta, que supone uno de los ejemplos más claros de ruptura de la Justicia restaurativa, procedimental y terapeútica, las víctimas del terrorismo nos enfrentamos a un reto enorme en un entorno social, cuando menos, esquivo.
Nuestro desafío, y yo diría que nuestra obligación, consiste en seguir manteniendo vivas las reclamaciones de firmeza policial y aislamiento social contra los muchos terroristas que aún son y frente a quienes se empeñan en considerar a éstos como un colectivo de personas erradas a los que hay que acoger de nuevo en sociedad como si nada hubiera pasado en estos últimos cincuenta años.
Nuestra tarea más urgente consiste ahora en recordar una y otra vez que nuestro sistema de libertades siempre es infinitamente superior a los planteamientos totalitarios, integristas y fanatizados de los terroristas, de los cómplices de éstos o de los que siempre han justificado a los primeros y abrazado a los segundos.
Y, sobre todo, debemos insistir en que jamás podremos hablar de paz definitiva en el País Vasco si, previamente, los terroristas no han cumplido íntegramente sus penas; si las instituciones no se ponen manos a la obra para poner fin a los más de 300 crímenes terroristas que aún siguen sin resolverse; si nadie reconoce que la democracia ha salido victoriosa y que el terror y sus representantes han sido derrotados; y si, por encima de todo, no se asume colectivamente que quienes fuimos víctimas y perseguidos del totalitarismo nacionalterrorista tenemos todo el derecho del mundo a intentar impedir que nuestros hijos vayan a ser mañana las futuras víctimas de una paz tan falsa como moralmente indecente.