• La escasa presión hospitalaria, la menor letalidad y la vacunación explican la ausencia de nuevas restricciones, pero no el silencio sobre las necesarias reformas

Nunca, desde el inicio de la pandemia, se habían distanciado tanto la intensidad con que acecha la incidencia de los contagios y la severidad -lenidad, más bien, en este caso- con que actúan nuestras autoridades. Hasta hace bien poco, mal que bien, habían ido de la mano. Las reuniones del pasado miércoles, en cambio, tanto de la comisión interministerial como del LABI, se revelaron inermes ante la amenaza de una galopante velocidad en la transmisión del virus y la expansión de la nueva variante llamada delta. Ni una ni otro movieron ficha. Se limitaron a emitir estériles consejos y recomendaciones en vez de imponer efectivas restricciones coercitivas. No dieron razón de tal proceder, aunque todos imaginamos los motivos.

De estos, algunos son confesables. La velocidad en la transmisión del virus viene de algún modo atemperada por la menor presión que ejerce en los hospitales y la menor letalidad que conlleva. Ambas, presión y letalidad menores, tienen sin duda que ver con la rapidez del proceso de vacunación. Se ha concluido, pues, que la aceleración de este proceso mitiga la urgencia en la adopción de nuevas medidas restrictivas. Se ignora, en cambio, pese a ser preocupante, el colapso que amenaza con hacerse insoportable en la atención primaria, con centros de salud atestados y personal sanitario estresado. Ni se mencionan, por supuesto, otros motivos menos confesables. De estos, tres parece que no deben eludirse. Van sin orden de prioridad: el temor a enfrentarse a los sectores que más dicen haber sufrido las restricciones, entre los que cabe señalar la hostelería y el ocio; el miedo a la reacción de una juventud quizá en exceso consentida, pero irritada y en absoluto dispuesta a más sacrificios; y, por fin, la incomodidad de adoptar medidas impopulares, cuando no se hace de común acuerdo, sino que supone ‘ir de malo’ en un ambiente institucional en el que unos y otros, los más sin duda, prefieren lavarse las manos. De este sutil modo, la economía ha acabado imponiéndose a la salud, con la excusa de que esta se halla hoy menos amenazada. Veremos con qué resultados. En todo caso, el desacuerdo institucional se ha revelado nefasto.

Así las cosas, y visto ‘el mecanismo tira p’alante’ que parece haberse aplicado a falta de la deseable unidad de acción o política acordada, uno se pregunta qué habrá sido de aquellas inquietudes y buenos propósitos que, cuando irrumpió la pandemia, todos sentimos y expresamos en torno al necesario fortalecimiento de un sistema de salud seriamente deteriorado y, sobre todo -debido a los trágicos sucesos que tanto nos conmovieron- a la imprescindible articulación de un renovado sistema de atención residencial a los ancianos que, por la razón que sea, acaben necesitándola. Año y medio ha trascurrido desde que la pandemia nos pilló de improviso y nos hizo más conscientes de nuestras deficiencias en esos dos terrenos, y nada se ha oído aún de qué planes se piensa arbitrar y ejecutar para subsanarlas. Ni en el caso de la salud pública o de la asistencia ambulatoria y hospitalaria ni, mucho menos aún, en el más delicado, por su prolongado abandono, de la atención residencial a los ancianos se ha abierto -o hay atisbo de abrirse- un debate público sobre cómo afrontar las necesidades y urgencias que la pandemia ha sacado a la luz y con tanto escándalo y dedo acusador denunciamos en aquellos momentos de alarma. Sería triste concluir que solo la explosión -que sin duda llegará- de los más directamente afectados -sanitarios y cuidadores- podrá hacernos despertar del sueño en que nos hemos sumido.

Que no sirva la presión de lo urgente para hacernos posponer, una vez más, lo importante. La inminente apertura del proceso presupuestario en todas las instituciones parece ser el momento oportuno de abrir ese debate necesario. Nuestra comunidad ha hecho gala de calidad en su sistema sanitario y sido pionera en la creación de un sistema propio de servicios sociales. No puede ahora renunciar a esa presunción. Si en alguno, es en estos dos sectores donde la urgencia y la importancia más se confunden. Darles prioridad, invirtiendo tan generosa como razonablemente en ellos, será la mejor señal de que hemos apostado por el futuro. La pandemia habrá sido así el punto de inflexión que marcó el comienzo de una línea ascendente que respondería a la más profunda de nuestras demandas ciudadanas. Habríamos convertido el riesgo en oportunidad.