Ignacio Camacho-ABC
- Alguien parece empeñado en forzar en Madrid un escenario social convulso como el de 2004. Nostalgia del «pásalo»
Alguna vez se ha jactado Pablo Iglesias, con razón o sin ella, de haber participado en la urdimbre del ‘pásalo’, la asonada facciosa que volcó el pronóstico de unas elecciones a base de cargar sobre el Gobierno de turno las consecuencias de un atentado terrorista. Desde entonces han sido varias las ocasiones en que la izquierda ha coqueteado con el fantasma de la desestabilización callejera ante unos comicios de perspectivas adversas. Todo dirigente populista guarda en una gaveta el manual de agitación de aquellos días dramáticos, y en el alma la tentación nostálgica de actualizarlo para cambiar con un golpe de mano una tendencia electoral favorable al adversario. Ahora, con el auxilio de las plataformas de mensajería y de las redes sociales, la llamada nueva política tiene mucho más fácil la creación de un clima de anomalía. Basta encontrar el pretexto con el que prender una pequeña llamita, dejar que brigadas de ciberactivistas viertan sobre ese fuego miles de litros de gasolina y sentarse a contemplar el incendio tocando la lira.
Alguien parece empeñado en forzar en Madrid un escenario tan convulso como el de 2004. La estrategia de la tensión pretende convertir un acontecimiento democrático como es la llamada al voto en un conflicto ciudadano, en la expresión paroxística de un choque de bandos. Sintiéndose perdedor, irremediablemente rezagado en la carrera, el sanchismo se ha echado en brazos de Iglesias para impedir de cualquier manera el previsible triunfo de la derecha, aunque sea al coste de una grave fractura de la convivencia. Y han logrado conducir la campaña hacia una barranca de hipérboles, de trampas, de etiquetas maniqueas, de bravatas de bronca tabernaria, de grandes palabras malversadas en un tono cargado de desafíos y amenazas. Victimismo, sobreactuación, impostura. Una atmósfera de hostilidad civil que busca hacer de las urnas el frágil escaparate de una demostración de furia.
En su desesperada operación de autorrescate, el líder de Podemos ha desempolvado acaso inconscientemente hasta la misma frase -«el PP no se puede ir de rositas»- que aquel 13 de marzo sirvió de detonante. Ni siquiera se ha molestado en aderezarlo con algún retoque antes de servirlo recalentado. Para él, y para un Sánchez en plena crisis de nervios ante su primer gran contratiempo desde que está en el poder, se trata del mismo reto: evitar el fracaso por todos los medios. Pero hace dieciséis años se trataba de un atentado con doscientos muertos y ahora del delirio -siniestro e intolerable, desde luego- de algún tarado extremista y un enfermo esquizofrénico capaz de poner su propio remite al enviar una navaja por correo. No parece un fundamento muy sólido para movilizar una sacudida de rabia. Unos sedicentes marxistas deberían considerar esa cita tan manoseada de que la Historia se repite una vez como tragedia y la siguiente como farsa.