- El autor plantea una pregunta incómoda: si realmente ETA fue derrotada, como se repite desde el Gobierno, ¿por qué su relato goza de tan buena salud en la sociedad vasca?
El éxito de Patria de Fernando Aramburu, convertida en auténtico best-seller durante estos últimos años y potenciada ahora por una adaptación cinematográfica que ha merecido el reconocimiento prácticamente unánime de la crítica, ha desatado la euforia en ciertos ambientes. Por decirlo en los discutibles términos que han hecho fortuna, la batalla del relato parece que se decanta, tras muchas vicisitudes, a favor de las víctimas, la democracia y la sociedad española en su conjunto.
Como mínimo, yo diría que es prematuro lanzar las campanas al vuelo. Permítanme algunas reflexiones sobre la siempre controvertida cuestión de cómo se escribe la historia. Si fuera verdad el popular aserto de que la historia la escriben siempre los vencedores, el presente artículo terminaría aquí. Que la democracia española ha derrotado sin paliativos a ETA es una verdad tan incontrovertible que sobra cualquier glosa. Pero la historia la escriben los vencedores solo a veces. En otras muchas ocasiones son los vencidos quienes terminan imponiendo su perspectiva. Sin ir más lejos, la historia de nuestra guerra civil y el franquismo muestra un claro predominio de la óptica de los derrotados.
Déjenme que, para ir al grano, lance una pregunta incómoda. Si ETA fue derrotada sin paliativos en su propio terreno, ¿cómo su relato goza de tan buena salud en la sociedad vasca? Lejos de entonar el mea culpa -¿para qué tanta sangre derramada?-, ETA y su entramado político, social y cultural han mantenido una triunfalista reivindicación de un pasado mítico de mártires y héroes que aún requieren homenajes.
La propia satisfacción democrática de la que hablaba al principio solo es entendible sobre el reconocimiento de que la derrota del terrorismo no supuso la victoria de la democracia allá donde era más difícil, en la conciencia y la sensibilidad de un amplio sector social.
Sectores que se proclaman progresistas encuentran natural aliarse con los que ayer mismo justificaban los asesinatos
La repercusión mediática del fenómeno Patria ha tenido otras derivadas que no pueden desconocerse. La contigüidad entre la imagen de un asesinato de la banda con la de un etarra torturado en comisaría, como si ambos representaran las “dos caras del conflicto”, recordaba aquellas infaustas declaraciones -no tan lejanas- de condena de la violencia “venga de donde venga”.
Está bien que se hayan levantado voces críticas contra la equiparación de unos inexistentes “dos bandos”, pero muy pocos han sido los que han hecho hincapié en el detalle significativo de que la multinacional HBO haya escogido precisamente esas dos imágenes para sintetizar gráficamente su cosmovisión del fenómeno terrorista vasco.
Con todas sus limitaciones, hay que admitir el efecto positivo que han supuesto en conjunto la novela de Aramburu y la serie televisiva. Podría decirse que hemos ganado no la batalla del relato sino una de las batallas de una larga guerra (perdón por las connotaciones belicistas). Si a ello añadimos otros elementos que operan en el mismo sentido, cabe hasta cierto punto felicitarse por ir en el buen camino. Me refiero a que por estas mismas fechas se estrenan otros dos documentales demoledores sobre el entramado etarra y la actividad terrorista: El desafío, de Hugo Stuven (Amazon) y Bajo el silencio, del veterano en estas lides Iñaki Arteta.
Aún habría que añadir otra novela más que ahonda en la intrahistoria del conflicto vasco, como Patria, aunque desde unos presupuestos estéticos muy diferentes. Hace unas semanas acaba de aparecer El mal de Corcira de Lorenzo Silva, la última entrega de la serie que tiene como protagonistas a la peculiar pareja de guardias civiles formada por Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro.
El novelista madrileño se sirve una vez más del tradicional formato de serie negra para hacer un retrato peculiar de las cloacas de la sociedad española. En este caso habría que decir más bien del submundo terrorista. Aunque una narración de esta índole pueda ser tachada de superficial, su bosquejo del fanatismo político contiene observaciones perspicaces y, lo que es más importante, con su tono directo y su ritmo trepidante, Silva logra acceder muy probablemente a un tipo de lector distinto al de Aramburu. Pero aquí también se deshace la coartada terrorista buceando en sus entrañas. Bienvenida sea esta nueva aportación.
Son razones para el optimismo, desde luego. Pero conviene no perder la perspectiva y situar estos aldabonazos en el lugar que le corresponden, en medio de un espeso silencio sobre las consecuencias reales del terrorismo. Un día tras otro se alaban las proezas de los gudaris vascos como ángeles justicieros, como si no hubiesen dejado a sus espaldas un reguero de sangre y destrucción. Más aún, no ya solo en el ámbito vasco sino en el conjunto de España, sectores políticos que se proclaman progresistas encuentran natural aliarse con los que ayer mismo empuñaban las pistolas o justificaban los asesinatos. Los que tantos hablan de exhumar fosas de la guerra civil y de reparaciones de una contienda que terminó hace ochenta años, callan ante las víctimas de una fractura social y una herida que aún supura.
Mientras la educación y la cultura sigan en las mismas manos –a escala nacional y autonómica– no esperen otra cosa
Un silencio ominoso. Es verdad que una sociedad democrática no puede excluir per se a nadie mientras acate las reglas establecidas. Como ha teorizado entre otros muchos David Rieff (Elogio del olvido), se necesita dosificar memoria y olvido para superar los traumas del pasado. Tan cierto es que no podemos olvidar de donde venimos como que es imposible avanzar mirando siempre atrás.
Pero otra cosa muy distinta es lo que está pasando aquí, es decir, querer reescribir dicho pasado. Y en esta labor –forzoso es reconocerlo– nos llevan mucha ventaja. No solo los amparadores del terrorismo sino también los que, sentados en sus poltronas, esperan pacientemente a recoger las nueces que otros golpean en el árbol.
El antes citado Iñaki Arteta se sorprendía porque hubiera causado sorpresa la intervención en su filme del párroco de Lemona, justificando la actividad terrorista y mostrando su simpatía por los verdugos. ¡Si eso ha sido lo habitual hasta el presente!, decía el director vasco, que luego apostillaba: “Si seguimos hablando de esto es porque el terrorismo se ha cerrado en falso”.
Una reciente encuesta de GAD3 señalaba que el 60% de los jóvenes no tenía ni idea de quién era Miguel Ángel Blanco. ¡Pues claro!, me dan ganas de exclamar. ¿Qué esperaban, que se lo enseñaran en la escuela?
Mientras la educación y la cultura sigan en las mismas manos –tanto a escala nacional como autonómica– no esperen otra cosa. Comprenderán por ello que no me sienta particularmente optimista sobre cómo vamos a administrar los silencios y digerir las derrotas. Y no olviden que quien impone su lectura del pasado, puede escribir el futuro.
*** Rafael Núñez Florencio es historiador, profesor de Filosofía, editor y crítico en ‘El Cultural’ y ‘Revista de Libros’.