Antonio Rivera-El Correo

A Sánchez no se le conocen profundidades, salvo su resistencia. Su proclividad a tomar por política los movimientos que le permiten resistir en el puesto se impone sobre todas las cosas

Cuando en 2016 Mariano Rajoy renovó la presidencia, el mayor riesgo para el país era su propia personalidad en el momento en que la crisis catalana estaba en ebullición. Tenerlo al frente del Gobierno suponía renunciar a encarar una solución del problema y dejar que el curso de los acontecimientos y la capacidad del Estado para protegerse fueran las garantías de continuidad. Así ocurrió.

Le sustituyó su inversa, ahora de manera definitiva. Pedro Sánchez tiene ante sí unos problemas enormes y unos apoyos esquivos para enfrentarlos. El asunto catalán no alcanza ningún punto de inflexión, con un secesionismo contrario a volver a otra pantalla que no sea la de la independencia echada a votos. El sistema político español de 1978 presenta grietas que obligan a cambios en profundidad, pero la tensión entre izquierdas y derechas no presagia que se pueda llegar a las mayorías transversales que necesita cualquier reforma constitucional. Decisiones de calado para dar una salida social a la Gran Depresión de 2008 -un asunto pendiente, cada vez más letal- y para incorporar al país a los retos de un mundo en transformación, otro tema donde la distancia se ha agrandado extraordinariamente y parece imposible llegar a algún intermedio práctico. Por no mentar las directrices europeas, limitadoras de cualquier solución atenta a lo social y no ortodoxa.

Solo con esas tres cuestiones, un Gobierno con mayoría absoluta y con hombres de Estado al frente pasaría las de Caín. Sin embargo, Sánchez apoya su Ejecutivo en una coalición de fuerzas hostiles en lo ideológico, cultural y generacional, con una mayoría de dos escaños, propiciada por la suma de ocho grupos, con el aval de otros dos cuyo primer sueño sería la desaparición del Estado español y con una oposición echada al monte, lenguaraz, nostálgica de cruzadas de otros tiempos y renuente a establecer una relación civilizada con el Gobierno. Vamos, la tormenta perfecta.

Abrumado por las circunstancias, un individuo normal dejaría pasar la ocasión. Pero nuestro hombre tiene buena opinión de sí mismo y se recuerda rescatándose de la nada, cuando los capos de su partido y su impericia le condenaron a recorrer el país para recuperar el apoyo de los suyos. Luego forzó las cosas dos veces y de las dos salió diferentemente victorioso. Así que no ve el aluvión de peligros que apreciamos los demás. Una virtud digna de un estadista.

El problema es que los estadistas suelen tener un par de ideas que, de salir bien, les alzan al pedestal de la Historia. A Sánchez no se le conocen profundidades, salvo su resistencia. Su proclividad a tomar por política los movimientos que le permiten resistir en el puesto se impone sobre todas las cosas. Ahí se esconden dos peligros. El primero es el descreimiento del Estado de Derecho, arquitectura delicada y utilísima que está dispuesto a poner en peligro, con ayuda entusiasta de su socio de Gobierno, si en los límites que tiene que preservar aquel no encajan soluciones imaginativas (para el problema catalán, pero no solo; también para la cosa social, para el nueco estatus vasco o para congeniar un país cantonalizado). Esa republicana tentación de poner por encima la dinámica democracia frente a la aparente inmovilidad de ese Estado de Derecho. El segundo es la confianza jacobina en las posibilidades del poder, capaces por sí mismas de generar nuevas realidades. Una ciudadanía enfrentada en bloques ante cuestiones muy emocionales o muy de supervivencia se antoja difícil de concitar en torno a algo común por mucho poder que ejerzas o tiempos que manejes.

El riesgo de todo ello se contiene en el ‘palabro’ que repiten: desjudicialización. Es bueno no hacer como Rajoy y pensar que solo el judicial (preservando el Estado de Derecho) nos puede salvar de esta, a falta de mejores ideas de los otros dos poderes. Pero también es conveniente no enfrentar entre sí a esos poderes, como amenazan tanto los ‘indepes’ catalanes como los socios de gobierno o como los aires generacionales nuevos. Montesquieu decía que es necesario que el poder contenga el poder. La división de poderes trata de que entre ellos mismos se limiten e impidan que uno se haga con todo, lo mismo da cuál sea.

Los ‘indepes’ distinguen Estado y Gobierno: al primero lo identifican con la caverna y al segundo lo disponen para una ingeniería jurídica imaginativa. Por supuesto, descreen de la división de poderes (aquí y en su casa). Algunas declaraciones desde las alturas del Gobierno reiteran con otras palabras esas inclinaciones. La instrumentalización partidaria de algunos tribunales no resulta el mejor antídoto a esa crítica; tampoco algunos excesos por parte de estos. Y, sin embargo, en nuestro modelo democrático, lo que protege a los débiles (verbigracia, la mitad de catalanes invisibilizados por su Gobierno o las clases populares castigadas todavía hoy por una salida en falso de la Gran Depresión) no es la capacidad de la mayoría para imponer a votos su momentánea voluntad, sino la continuidad en el tiempo de derechos básicos imposibles de ser puestos en cuestión si no es mediante el respeto a los exigentes procedimientos de cambio.

La pulsión temeraria de Sánchez y lo complicado del escenario obligarán a tentar razonable e imaginativamente cualquier límite presente, pero a sabiendas de los riesgos que entraña desbordar estos y conscientes de que no se trata de contentar a los más agitados, sino de proteger a los más mansos.