Antonio Elorza, EL CORREO, 7/6/12
No estamos ante el derecho a la supervivencia de una nación sometida a una opresión destructora, sino ante una concepción mítica de la nación, inseparable de un pasado de violencia
Dos noticias prácticamente coincidentes en el tiempo. Al aproximarse el vigésimo aniversario de la matanza de Tian An Men, la policía china detiene a cientos de tibetanos para prevenir un movimiento de protesta después de la inmolación de un monje en protesta por la ocupación del país. Es una más en la cadena de inmolaciones de religiosos que se suceden en Tibet como instrumento extremo de resistencia nacional. Entre tanto, aquí en Euskadi, el presidente de los socialistas vascos salta una vez más a las primeras páginas de los periódicos con su profesión de fe nacionalista. Sorpresa a decir verdad relativa, pero que encierra alguna revelación adicional: dice que su nacionalismo no es sabiniano, lo cual no le impide optar por la adscripción a Euskal Herria, de la cual Navarra es al parecer ‘el centro’.
La nación es la protagonista de ambos episodios, si bien con una diferencia de contenido tal que nos permite apreciar que bajo el concepto de ‘nacionalismo’ pueden designarse realidades opuestas. Desde una concepción cargada de esencialismo, como la exhibida por Eguiguren, la nación, por supuesto su nación, no la de los otros, aun cuando compartan el mismo territorio, es algo situado por encima del tiempo y de la historia, indiscutible, y la adscripción a ella, la consideración de sí mismo como nacionalista, lleva a ver en su existencia un postulado del cual se deriva un haz de verdades, igualmente indiscutibles y asumidas sin reservas por el sujeto. No importa que la realidad ponga en tela de juicio tanto los contenidos de la declaración como la envoltura de buenas intenciones y sentimientos sinceros que suelen acompañarla. Asumir los mitos proporciona además sensación de felicidad, de orgullo, e incluso puede ser rentable si, como sucede en el caso vasco, al expresar esa opción pasas a formar parte de una mayoría hasta ahora en construcción, que ya puede pensar satisfecha, como el joven que comienza entonando el canto a la naturaleza en ‘Cabaret’ de Bob Fosse, que «el futuro nos pertenece».
Claro que hay formas reales de nación, con frecuencia mucho más incómodas. No es que la visión tradicional de Tibet como paraíso budista respondiera tampoco a la realidad, y para comprobarlo basta con leer la autobiografía del Dalai Lama. En la primera mitad del siglo XX las condiciones de vida y el atraso cultural de la población tibetana eran terribles. El dominio de la hierocracia lamaísta sobre el pueblo no se limitaba al control espiritual y a la detracción de unos recursos, sino que consistía en una auténtica depredación, para el ejercicio de la cual los monasterios contaban con los monjes luchadores, que tanto actuaban al modo del cobrador del frac como para dirimir contiendas entre unos y otros centros monásticos. La última guerra de monasterios en Lhasa tuvo lugar en vísperas de la invasión china. Es conocido el episodio del tibetano que fue enviado a Londres antes de 1939 para anotar reformas. Regresó antes de tiempo, ya que su mujer había quedado embarazada y él pensaba que de nacer en Inglaterra sería físicamente inglés, pero lo peor fue cuando expuso sus propuestas: fue cegado y pasó el resto de su vida en reclusión repitiendo el mantra «om mani padme um». Tal vez por eso un joven inteligente, como era el actual Dalai Lama, Tenzin Gyatso, aceptó en un primer momento la tutela china ofrecida por Mao. Solo cuando vio que estaba ante una dominación aplastante, optó por la resistencia. La insurrección tibetana de 1959 fracasó y el Dalai Lama huyó a la India.
Fue entonces, frente al invasor, como tantas otras veces, cuando cobró forma una conciencia nacional y la orden monástica asumió el papel de una elite que guía y mantiene la resistencia, a la sombra de la figura del XIV Dalai Lama. El dominio chino se apoya con éxito en una represión implacable, visible hasta en el interior del templo lamaísta de Pekin, y en una modernización acompañada del vuelco demográfico provocado por la inmigración china. Las protestas tibetanas en 1988 y 2008 fueron sofocadas, iniciándose hace dos años la práctica de las inmolaciones de monjes, último recurso para expresar la desesperación de un pueblo. Las últimas, el 27 y el 30 de mayo. De nada sirve que el Dalai Lama reivindique, no la independencia, sino la autonomía de su país. China cuenta con la avanzada edad del líder tibetano: como sucediera con el ‘número dos’ de la jerarquía, el Panchen Lama, el proceso de elección del niño-sucesor pone en sus manos la posibilidad de descabezar el movimiento.
Más allá de la distancia entre ambos casos, la profesión de fe de Eguiguren nos lleva a otro terreno. No estamos ante el derecho a la supervivencia de una nación sometida a una opresión destructora, sino ante una concepción mítica de la nación, inseparable de un pasado de violencia. Aunque proclame que su nacionalismo no es sabiniano, al no precisar la diferencia y asumir a continuación los elementos centrales del mitema –Euskal Herria como sujeto, Navarra como su núcleo–, suscribe lo fundamental del nacionalismo sabiniano (excepto al actualizar el nombre). Desde un enfoque democrático, ¿cómo puede afirmarse que existe una Euskal Herria, eso es, una nación a ambos lados de la actual frontera, que para un político como es él constituye el punto de referencia fundamental? Será por el euskera, pero la lengua realmente hablada allí por la mayoría de los vascos no es el euskera. Habrá, pues, que imponer esa homogeneidad, tanto en Hegoalde como en Iparralde, y la receta es bien conocida, y de democrática en medios y fines políticos tiene poco. Y nada que ver con un pensamiento socialista. De ahí que el rudimentario y eficaz esquema se cierre con la exaltación de Navarra, ‘centro’ de Euskal Herria, toma de posición solo concebible desde el más puro sentimiento abertzale. ¿Piensa así el PSE o se deja arrastrar, tal vez para capear mejor el temporal?
Antonio Elorza, EL CORREO, 7/6/12