Manuel Marín – Opinión

Todo configura la senda de una socialdemocracia envenenada, errática, huidiza de sí misma, connivente con la corrupción

A la vista de la segunda acepción que la RAE atribuye a la palabra ‘secta’, no tengo nada claro que el PSOE, como cualquier otro partido político, no sea una de ellas. “Comunidad cerrada de carácter espiritual, guiada por un líder que ejerce un poder carismático sobre sus adeptos”, sostiene el diccionario. El congreso extraordinario convocado por Pedro Sánchez en el PSOE como palanca de relanzamiento personal en una legislatura viciada por sospechas crecientes de una corrupción masiva sólo puede concluir mañana con la aclamación como impostura. Este congreso es la sumisión como cultura, el cesarismo como narcótico, la ceguera como marca de la casa.

Que se imputa a Begoña Gómez, aplausos. Que llaman ‘asesino’ al presidente, aplausos. Que un comisionista profesional relata en qué fangal de irregularidades se ha convertido la presidencia del Gobierno, aplausos. Que imputan al hermano del presidente, aplausos a rabiar y música celestial. Que miles de valencianos siguen abandonados en el lodo, ovación. Que La Moncloa indica cómo y cuándo debe difundirse un documento de modo ilícito para una operación política, aplausos. Que Pedro Sánchez dice que la oposición patrimonializa las instituciones y las usa “en beneficio de familiares y amiguetes” con el desahogo de un provocador, más aplausos. “Aguanta Pedro”, le gritaban ensimismados en la clausura del congreso de UGT. Que lapidan a Lobato en la plaza pública, el aplausómetro se rompe. Que no hay que creer a Aldama por delincuente, pero sí pactar con delincuentes porque eso es “hacer política”, vengan esos aplausos, hombre. En pie y rompiéndose las palmas de las manos, y que no decaiga.

Desconozco si el PSOE es una secta, pero así, visto desde fuera, lo parece. Esos compromisarios se asemejan a robots programados para el aplauso porque quizás la clave más determinante de todo el mandato de Sánchez haya sido minar desde la base cualquier asomo de disidencia en el PSOE, convertirlo en un páramo de valores y en una escombrera de la coherencia. Hoy sus señas de identidad son la endogamia, la ley del silencio, la protección cuasi militar del mesías, y la construcción de una realidad paralela en la que el delito es honestidad y la honestidad, simple caspa del pasado. Cuando Lobato impostaba su voz alegando que “el PSOE no es una secta”, sonaba a aquello de ‘excusatio non petita, accusatio manifesta’. El congreso del PSOE no va a ser un relanzamiento de un sanchismo herido, sino la culminación de un extraño proceso de autolesión, de dejación de orgullo, de laminación del debate y de renuncia al sentido de Estado. Las similitudes empiezan a recordar por momentos al suicidio de partidos socialistas como el francés o el italiano.

Sánchez emula a un flautista de Hamelin con una única ventaja: por miedo o por carisma, ha tenido la virtud de saber hipnotizar a un partido al que ya le da igual lo que sus militantes piensen sobre la corrupción, el abuso de autoridad, la arbitrariedad o el cortijismo. Han consentido por indolencia ser un partido yermo en ideología. Como si la mutación hacia la sumisión ciega fuese la constante que sustituye al programa, a la esencia. Y Sánchez ha logrado que esa transmutación no importe porque es aceptada con jolgorio y porque su base electoral sigue estando en siete millones de personas que lo perdonan todo. Y ese es un aval real al sanchismo por muy incomprensible que le parezca a la socialdemocracia de viejo cuño. Ya no es ni siquiera el temor reverencial a replicar al líder u osar mirarle a los ojos para que no te guillotine; es la aceptación de la propia inanidad de criterio como valor, como factor de seguridad, como hipnosis.

Esos compromisarios se asemejan a robots programados para el aplauso porque quizás la clave más determinante de todo el mandato de Sánchez haya sido minar desde la base cualquier asomo de disidencia

Se cuenta que Sánchez está cansado, que la militancia musita en los bares y se queja en corrillos resignados de que hay una desazón profunda, que hay una inquietud alarmante, y que el PSOE ha caído en una indefinición impropia de un partido con 145 años de historia. Hablan de la dignidad, de la ética pública, se reviran… pero después apuran su cerveza y aplauden a rabiar. Pedro, quédate. En el fondo subyace una desnaturalización drástica del PSOE, una pérdida de identidad, un negacionismo de lo evidente y la ruptura de fronteras que hasta ahora anclaban a este partido en cualquier práctica democrática lógica.

El garante de la legalidad, todo un fiscal general del Estado, es sostenido por un Gobierno que le aplaude una ilegalidad propia de regímenes autoritarios. Moncloa dice sin rubor que “el fiscal sólo desmentía un bulo, hizo lo que tenía que hacer”, y el PSOE lo aplaude. No por defender a Sánchez, que también, sino porque creen y asumen de buen grado que delinquir forma parte del sentido del deber en la nueva democracia mesiánica que se pretende construir. Da igual si la situación es sostenible o no. Como da igual que el PNV creyese a Bárcenas y no crea a Aldama. Se empieza a hacer raro que los socios del sanchismo no acudan al Congreso cantándole a Sánchez aquello de los estadios: “Oé, oé, oá, hemos veniiiiido a emborracharnos, y el resultado nos da iguaaaal”. Y con toda la bancada socialista aplaudiendo al líder, tan perseguido, pobre, por la ultraderecha.

El congreso del PSOE no va a ser un relanzamiento de un sanchismo herido, sino la culminación de un extraño proceso de autolesión, de dejación de orgullo, de laminación del debate y de renuncia al sentido de Estado

Todo configura la senda de una socialdemocracia envenenada, errática, huidiza de sí misma, connivente con la corrupción, que aclama sin rechistar el ordeno y mando y sin más objetivo que la supervivencia en los parámetros de la nueva política. Esa en la que ya no solo se celebra y jalea la superación de la legalidad, sino que se la invoca como un mérito añadido o como un deber. Y que se jodan los demás con sus principios, peor para ellos, porque esto solo va de poder. Y ahí queda el PSOE, sin musculatura, hipercastigado de esteroides, inconsciente de la implosión del sistema que este partido defendía solo hace seis años. El sanchismo habla de adaptación, de nuevos modelos políticos, de evolución y avance, de una izquierda actualizada que está cambiando el agua de los viejos floreros y solo ve polvo en los jarrones chinos. Creen que la vieja guardia es incapaz de ver al elefante en la habitación y que el fin justifica los medios. Son los que llevan una cloaca como fondo de pantalla y quienes perciben un tufo a rancio en las democracias liberales.

En esta carencia de lógicas comprensibles bajo los códigos tradicionales de la política -¿quién no habría dimitido ya en cualquier otra democracia?- lo que el PSOE mide en este congreso no es el estado de salud del socialismo en España, sino el grado de fanatismo, ceguera y dignidad, o indignidad, que han decidido asumir una siglas que se traicionan a sí mismas. Lo primero que hacen las sectas es levantar muros para aislar a sus sectarios. Un muro. ¿Recuerdan?