EL MUNDO – 12/10/15 – CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO
· Los empresarios catalanes están asustados ante la perspectiva de un Gobierno que asuma algunas de las tesis anticapitalistas de la CUP, precio que habría que pagar por la investidura de Mas.
Una parte importante de esos empresarios ha estado apoyando al presidente de la Generalitat como «mal menor», ha permitido que se alimentase la animadversión hacia España y ha coqueteado con el izquierdismo para tratar de evitar sus embestidas. Y ahora se quejan.
Fue lamentable ver a Mas el pasado sábado rogándole a la CUP que rebaje sus pretensiones. «Lo que hemos hecho muchos, que no lo estropeen unos pocos», dijo tras el Consejo Nacional de Convergència Democrática. Como argumento para calmar a las fieras, el president en funciones se atribuyó el mérito de haber incorporado «a la mentalidad soberanista» a gente que hace unos años «no estaba en ese punto».
Hay que reconocer que, en ese aspecto, Mas lleva razón. Hace apenas unos años, el independentismo era significativamente minoritario. Ahora, gracias a su gestión, respaldada por una parte de la burguesía catalana, el secesionismo es respaldado por casi la mitad de los votantes. Pero resulta patético ver cómo Mas, mientras mendiga el voto de la CUP, insiste en presentarse ante el mundo como un gobernante sensato que busca el bien para Cataluña y para Europa.
Ese era el mensaje que trató de transmitir el pasado jueves en un artículo publicado en el periódico digital Político, en el que se atribuía los votos de la CUP para abultar su victoria, eso sí, sin mencionar a dicho partido.
Como ya conté en estas páginas, los dirigentes de Convergència dan por hecho que, finalmente, habrá un acuerdo con los anticapitalistas, porque Mas no concibe una solución política para Cataluña que no pase por mantenerse él mismo en la Presidencia de la Generalitat.
Lo más increíble de la situación creada tras el 27-S es que un partido minoritario de extrema izquierda va a lograr una influencia que ni siquiera los más optimistas de sus miembros imaginaban, obtenida no por el apoyo del pueblo, sino por la debilidad de su clase dirigente.
Miro a los diputados de la CUP y veo a un partido que ha crecido como la espuma por la radicalidad que ha imprimido a la vida política la cesión constante a sus pretensiones de los representantes del establishment. El resultado no podía ser otro: cuando se opta por el extremismo, los partidos que más crecen son los que de forma más explícita defienden esa opción.
Tras haber proclamado que «España nos roba», las clases pudientes de Cataluña se han puesto en manos de los que les miran a ellos mismos como auténticos ladrones. Anna Gabriel, la número dos de la lista de la CUP, lanzó, en un mitin tras la Diada de 2013, una advertencia inequívoca a los capitalistas que sólo saben generar «odio»: «Corruptores, esos empresarios, esas grandes familias catalanas, la gente con corbata, la gente del Liceo, la gente perfumada».
No sé si fue por esa razón por la que Mas dio su rueda de prensa del sábado sin corbata, como tampoco puedo asegurar si ha renunciado al uso del desodorante, pero lo que es evidente es que el otrora gestor de los intereses de la patronal ahora pende del hilo de los que le consideran como «enemigo de clase».
Miro a los diputados de la CUP y veo a profesores universitarios, agitadores sociales, un asesor de Hugo Chávez e incluso a un periodista, precisamente su cabeza de lista, Antonio Baños. Pero no veo ningún obrero, ningún proletario, ni siquiera un dependiente de grandes almacenes, ni tampoco a ningún parado.
Miro a la CUP y veo a esa pequeña burguesía radicalizada que quiere dejar su huella en la historia, que anhela la trascendencia, algo a lo que también aspira Mas. Los arquitectos del puente hacia la independencia están tan obsesionados con la búsqueda de vínculos con la derrota de 1714 que necesitan nuevos mitos, más que a políticos.
La gran burguesía catalana y su administrador a la cabeza se han metido en un callejón sin salida. Pero ahora ya no hay ningún general Batet a quien pedir ayuda.
No, los tiempos ya no son los mismos. Ni siquiera la CUP puede pretender equipararse al POUM o a la CNT.
Miro a los diputados de la CUP y me acuerdo de un libro que leí hace muchos años: «El pequeño burgués enfurecido por los horrores del capitalismo es un fenómeno social propio, como el anarquismo, en todos los países capitalistas. La inconstancia de estas veleidades revolucionarias, su esterilidad, su facilidad para cambiarse rápidamente en sumisión, en apatía, en imaginaciones fantásticas, hasta un entusiasmo furioso por tal o cual tendencia burguesa de moda, son universalmente conocidas». El párrafo corresponde a La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo, escrito por V. I. Lenin en 1920. Y retrata perfectamente lo que representa la CUP.