KEPA AULESTIA-EL CORREO

El nuevo Gobierno vasco fue saludado, incluso antes de constituirse formalmente, como un Ejecutivo políticamente más fuerte que el anterior. Lo es sobre todo porque cuenta con la mayoría absoluta del Parlamento. Lo es también porque incorpora a la líder socialista al gabinete, como un grado mayor de implicación partidaria. Pero a partir de ahí, tras los primeros titulares de bienvenida, se abre paso el escepticismo sobre la posibilidad de que el recién estrenado Gobierno obre milagros que le estuvieran vedados a cualquier otro. Junto a la mayoría absoluta, la principal fortaleza política del nuevo Ejecutivo vasco es el propio lehendakari Urkullu. Independientemente de su personalidad o de su experiencia, representa un valor nada fácil de alcanzar: que muy pocos ciudadanos imaginan a otra persona presidiendo Euskadi hoy y en años venideros. Ventaja que en la política española solo comparte Núñez Feijóo. Todos los demás presidentes autonómicos y también Sánchez resultan prescindibles en el imaginario colectivo y en el de sus respectivos votantes. Mientras que Urkullu bien podría perpetuarse como una suerte de lehendakari perenne, dispuesto a cambiar los fusibles de sus consejeras y consejeros -como lo acaba de hacer con algunas de ellas- cual si presidiera la República francesa.

Pero esa misma fortaleza presidencial podría debilitar al Gobierno si resta autonomía y soltura a sus demás integrantes. No porque el lehendakari injiera en sus quehaceres, sino debido al retraimiento que su posición al frente del Gobierno puede inducir en los demás. La afirmación de que un órgano o un responsable público son eminentemente políticos tiene dos acepciones en el escenario vasco. Acepciones que a menudo van unidas. Una intenta soslayar que esa instancia o persona no cuenta con conocimientos técnicos o científicos equiparables al rango institucional que se le confiere. La otra indica que en su ejecutoria primará la adscripción de los integrantes del órgano o de la persona mencionada al partido que sea. La fortaleza política de fondo del nuevo Ejecutivo es que pocos vascos tienden a imaginar el autogobierno como una realidad que pudiese estar en manos distintas a las del PNV. Aunque la complejidad del momento es tan desconcertante que difícilmente podrá ser gobernada si cada responsable público no aporta una dosis apreciable de criterio propio, y se limita a atender instrucciones o gusta de perderse en un laberinto de consejos. Ya se sabe que la política partidaria recela del criterio propio, pero hoy a un Gobierno no se le conceden ni cien horas de gracia.