Decencia

Sin duda, las sociedades democráticas distan aún de constituir modelos de decencia absoluta, sociedades que no humillen a ninguno de sus miembros. Pero, en términos comparativos, siguen siendo el único referente de la humanidad para entender lo que deben ser tanto la democracia como la decencia.

En el prólogo a Los últimos días de la Humanidad, su irrepresentable drama sobre la Gran Guerra, analiza Karl Kraus la imagen fotográfica de un grupo de honrados ciudadanos vieneses que ríen en torno de un muerto. Nada nos dice de éste: no sabremos nunca si se trata de un traidor, de un espía o de un ruso o serbio sorprendido y linchado por la chusma patriotera en las trágicas jornadas de agosto de 1914. Sólo queda, del acontecimiento fijado por la extinta luz de hace casi un siglo, el horror desnudo de la risa, la obscenidad del humorismo, que Kraus intentó explicar con frialdad de ensayista. En cambio, la fotografía que muestra a la soldado estadounidense Sabrina Harman junto al cadáver del iraquí Manadel al Hamadi, envuelto en bolsas de hielo, no permite la mínima glosa. Resulta desoladoramente pornográfica. Más, mucho más que las imágenes de pesadilla sádica protagonizadas por su compañera Linndie England en la misma prisión de Abu Ghraib. Lo que hace insufrible su visión es la sonrisa de la agraciada bestia, esa patética sonrisa publicitaria que parece sacada de un anuncio de lavadoras en un número cualquiera de Life de los felices sesenta.

Qué nimios, intrascendentes y estúpidos son los signos que corresponden a la siempre turbadora banalidad del mal. La soldado Harman ingresa en el museo iconológico del crimen al componer una sonrisa codificada de satisfacción electrodoméstica a diez centímetros del rostro de un enemigo torturado hasta la muerte. Quizá ella misma, como pretenden sus defensores, no tomara parte en la orgía de los verdugos. Creo que tal posibilidad no es algo que deba interesarnos. Evaluarla compete en exclusiva a los jueces militares. A nosotros sólo nos es dado juzgar el gesto atrapado en la fotografía y ese gesto es un insulto imperdonable a todo lo que nos quede de humano. No hay excusa válida para la bestia sonriente, ni la de fingirse cómplice de las brutalidades para denunciarlas después. Si la aceptáramos, si le diéramos crédito, perderíamos de vista lo que debe constituir el objeto único de nuestro juicio moral. Tampoco a Kraus le preocupó gran cosa cerciorarse de si los divertidos ciudadanos de su instantánea habían participado o no en el asesinato que celebraban. El mal, lo diabólico, lo siniestro (si se prefiere un término menos metafísico) está -como argüía el escritor austriaco- en la hilaridad que se demuestre ante la muerte ajena: ni siquiera en lo que verdaderamente se sienta. Menos aún nos tendría que importar la larga serie de circunstancias aleatorias que han desembocado en la mueca indecente de la soldado (pues de una cuestión de decencia se trata, al fin y al cabo). Harman y England y sus compañeros, los torturadores de Abu Ghraib, vienen de ese medio social que en los Estados Unidos se conoce como «basura blanca» (white trash), que nutre, con los guetos negros e hispanos, las filas del ejército profesional. No cabe esperar que se comporten como antropólogos de Harvard, pero la decencia tiene una relación muy directa con el sentido personal del honor. La que tenga con la formación académica es más que improbable.

Es indecente, sin embargo, cargar a los Estados Unidos y, en general, a Occidente con el monopolio de la indecencia tomando como pretexto a las bestias blancas de Abu Ghraib y a sus instigadores. Sin duda, las sociedades democráticas distan aún de constituir modelos de decencia absoluta; es decir, según la precisa definición de Avishai Margalit, sociedades que no humillen a ninguno de sus miembros. Pero, en términos comparativos, siguen siendo el único referente del que dispone la humanidad en su conjunto para entender lo que deben ser tanto la democracia como la decencia. Del modo en que los Estados Unidos castiguen los crímenes de guerra cometidos por soldados de su ejército en Irak dependerá no sólo la percepción que los iraquíes, en un futuro inmediato, puedan tener de la primera, sino también el mantenimiento, en el seno de la misma, de un nivel razonable de decencia.

Jon Juaristi, ABC, 23/5/2004