José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Para unos, cohecho; para otros, prevaricación. Ingredientes ‘conspiranoicos’ para redimir el valleinclanesco espectáculo del 3-F que resolverá el Constitucional
El 30 de junio de 2003 dos parlamentarios electos de la Comunidad de Madrid por el PSOE, Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez, se abstuvieron en la segunda sesión de investidura de Rafael Simancas como presidente autonómico. La mayoría era justa. El PSOE obtuvo en las elecciones 47 diputados e Izquierda Unida, nueve. La suma daba la absoluta, frente a los 55 escaños obtenidos por la lista de Esperanza Aguirre. Simancas fue torticeramente derrotado.
Las elecciones se repitieron en octubre de ese mismo año y la lideresa popular logró 57 asientos en la Asamblea de Vallecas y fue investida por primera vez presidenta en sustitución de Alberto Ruiz-Gallardón. Pese a que hubo una investigación parlamentaria y otra judicial, nunca quedó acreditado que los dos diputados disidentes fueran comprados con dádivas económicas o de otra naturaleza, aunque las sospechas siguen en el ambiente suponiéndose que mediaron delictivamente empresarios vinculados con la construcción.
Los imprevistos votos de los dos diputados de UPN contra la reforma laboral —luego de haberse comprometido su partido a que lo harían a favor— ha reactualizado ese episodio político como referencia de transfuguismo. Que se habría debido, según la siempre atrevida Adriana Lastra, a que tanto Sergio Sayas como Carlos García Adanero habrían sido «comprados» por el PP. A la socialista solo le queda por averiguar el «precio» de la traición, según sus propias palabras.
La diferencia con el denominado ‘tamayazo’ es que los votos de los navarros no determinaron la suerte final de la reforma laboral, aunque pudieron hacerlo. El decreto ley del Gobierno se convalidó por el error, sin duda humano y no técnico, del diputado popular Alberto Casero, que parece estar reñido con las más elementales habilidades digitales. Pero los populares y Vox consideran que se produjo un “pucherazo” en simetría con el ‘tamayazo’ que airean los socialistas, de modo que Meritxell Batet, que no permitió la repetición presencial del voto del diputado errado en el intento informático, es acusada de “prevaricación”.
El relato, así contado, autoriza que se lance al ruedo —ya se está haciendo— una suerte de conspiración que permitirá un largo y fecundo culebrón mediático y político. Carne de cañón para los mítines y para los reportajes periodísticos, porque ya escribió Balzac que “todo poder es una conspiración”, dando por sentado que el ejercicio de la política implica señuelo, engaño y simulación. Sin embargo, todo lo que ocurrió en el hemiciclo fue algo diferente a una conspiración y más parecido a una trifulca.
Los dos diputados navarros se comportaron sin gallardía por ocultar hasta el último momento una decisión indisciplinada, aunque no estén vinculados por mandato imperativo, que era sintomática de una conocida crisis en Unión del Pueblo Navarro, de tal manera que esa disidencia tiene razones políticas y no parece deberse a transacciones inconfesables. Ayer, ambos parlamentarios fueron suspendidos dos años y medio de militancia en UPN por la comisión de garantías del partido, evitando así su expulsión. Entre los unos y los otros se han cargado a la derecha navarra ante el regocijo de Bildu y de los socialistas de allí que entraron en la ecuación de canje ofreciendo una imagen de mercadeo de la que no se salva Javier Esparza, presidente del partido foralista.
En todo caso, si Adriana Lastra cree que hay un ilícito penal, denuncia inmediata. Y si el PP estima que Batet ha “prevaricado”, querella criminal al canto. Todos los protagonistas de esta historia están aforados ante la Sala Segunda del Supremo, aunque la inmunidad parlamentaria les protegería de su procacidad verbal, razón última de su incontinencia acusatoria.
Las conspiraciones suelen ser coartadas argumentales para ocultar las miserias de la política. En este caso, es evidente que el Gobierno se asomó al abismo de una riesgosa geometría variable disminuyendo más allá de lo razonable el papel legislativo del Congreso; que los dos diputados de UPN planearon descargar un mazazo al Gobierno, sabiéndolo o no el PP y Vox; que el diputado Casero es, simplemente, torpe, y que, por consiguiente, la reforma laboral se aprobó sin que la convalidación reflejase, salvo formalmente, la voluntad real de la Cámara. Si en la Moncloa y en Ferraz están satisfechos, con poco se conforman.
Frente a teorías de la conspiración de las que estamos bien surtidos en la reciente historia de nuestro país (11-M) y en la actualidad internacional (el asalto ‘legítimo’ al Capitolio), establezcamos los términos de la cuestión: el 3-F en el Congreso fue un episodio lamentable del que nadie sale sin algún daño reputacional porque ningún grupo encaró este compromiso legislativo con la limpieza de conducta política exigible. Por eso, si se tratase de una conspiración, resultaría de sainete.
Las cosas no pueden, sin embargo, quedar así. Sin olvidar el cruce de acusaciones delictivas, la Mesa del Congreso debe acordar el lunes o martes de la semana que viene lo que proceda conforme a tres criterios, 1) el reglamento, 2) los precedentes y 3) con la máxima consideración al artículo 23 de la Constitución que ampara la participación de los representantes populares en las Cámaras legislativas. Y en última instancia, cabe un recurso de amparo ante el Constitucional que —si es admitido— esta vez tendría que ser resuelto con celeridad y no como acostumbra este órgano de garantías constitucionales, es decir, aplicando plazos que desaguan en sentencias fuera de tiempo y, por lo tanto, fuera de la realidad, convirtiéndolas en inservibles. Una clarificación jurídico-constitucional del TC neutralizaría cualquier intento filisteo de que unos u otros, o todos, nos preparen un indigesto menú político ‘conspiranoico’.
PS. La ley orgánica del TC dispone en su artículo 42 que “las decisiones o actos sin valor de Ley, emanados de las Cortes o de cualquiera de sus órganos, o de las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, o de sus órganos, que violen los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional, podrán ser recurridos dentro del plazo de tres meses desde que, con arreglo a las normas internas de las Cámaras o Asambleas, sean firmes”. Este artículo permite, si es admitido con los criterios restrictivos que estableció para los recursos de amparo la Ley Orgánica 6/2007, la impugnación del diputado analógico Alberto Casero por la negativa de la Mesa a repetir presencialmente su voto.