- Las ideas políticas y morales son importantes para la economía porque el crecimiento actual depende mucho más que antes del talento, la creatividad y la innovación
Imagine que alguien propusiera resolver los desafíos del envejecimiento demográfico (mayor gasto socio-sanitario y pensiones de jubilación) reduciendo la esperanza de vida desde los 80 y pico años actuales a los 60 para que no hubiera pensionistas ni ancianos enfermos o dependientes. No parece una solución inteligente sino profundamente estúpida, pero así es la llamada economía del decrecimiento, que postula reducir la creación de riqueza (el PIB) para, resumiendo, “salvar al planeta”.
Hace poco, el inefable Jordi Évole propagaba esa economía como una verdad revelada. Sin embargo, el verdadero problema es dar con formas constructivas y sostenibles de crecimiento económico. Es un objetivo bastante más creativo que divulgar filosofías de la miseria que, ¡oh casualidad!, están pensadas para la plebe irresponsable, excluyendo al establishment concienciado. Lo decía también otro periodista catalán (¿tienen una fábrica de tipos así?): los vuelos baratos son muy malos para el planeta y además incomprensibles, pues los pobres deben viajar poco y en autobús de tercera.
La pobreza es buena si la sufren otros
Lo cierto es que el rechazo del crecimiento es tan antiguo como la conciencia económica: Platón y Aristóteles ya postularon limitar la riqueza y el comercio. Multitud de escuelas posteriores aceptaron el principio de que la pobreza (de los otros) es moralmente mejor, y las religiones del tronco bíblico añadieron la execración del rico identificando dinero con vicio y pecado, lo que no impidió ni la conversión de los judíos en expertos financieros, que monasterios y catedrales fueran la banca del cristianismo medieval o la fabulosa riqueza de los primeros califatos. El pensamiento económico premoderno fue, en general, apocalíptico, moralista y anumérico.
Pero el apocalíptico más influyente fue Thomas Malthus, que estremeció con su Ensayo sobre el principio de la población (1789). Predecía el crecimiento aritmético de los recursos y el geométrico de la población; la creciente diferencia entre ambas variables conduciría a trágicas hambrunas debido al alza inevitable del precio de los alimentos y bienes, y en consecuencia a una desigualdad insuperable de ricos y pobres, condenados a una miseria natural. Pero Malthus se equivocó: las revoluciones agrícola e industrial multiplicaron la producción de recursos por encima del crecimiento demográfico. Si un país no producía lo suficiente, como el Reino Unido, bastaba con importar lo que no se pudiera producir a cambio de productos industriales. La globalización industrial resolvió problemas muy difíciles para los recursos locales (y también promovió el imperialismo, pero esa es otra historia).
Sin embargo, el error de Malthus fue considerado un acierto por muchos negacionistas, dando carta de naturaleza al neomalthusianismo creyente en los espectros del hambre y la miseria, culpa –cómo no- del capitalismo. Pero la verdad histórica es muy diferente: el hambre, la pobreza extrema y la desigualdad abismal son efecto de las economías improductivas, aisladas o estancadas. El hecho es que el progreso de la humanidad ha ido de la mano del crecimiento económico desde la mismísima prehistoria, mientras que el decrecimiento prolongado ha tenido efectos devastadores (si les interesa esta apasionante historia, como a mí, la explico aquí: En defensa del capitalismo. Una filosofía del progreso de la humanidad).
Tratar de entender la economía es más moral que despreciarla
Los antiguos tenían una buena excusa para atacar el crecimiento: no entendían la economía y les preocupaban sus efectos morales y políticos; así, Platón y Aristóteles sabían muy bien que una sociedad comercial con clase media fuerte, como la Atenas clásica, prefería la democracia que Platón detestaba y Aristóteles encontraba peligrosa. Hoy no es tan diferente, pues la economía del decrecimiento es estatista y represiva por naturaleza, porque no permite la libertad económica. Por eso requiere un sistema político autoritario que la minimice, incluso totalitario. Y ahí radica el peligro de ese aparente Bambi de la ecosostenibilidad.
Sus previsiones insistían en la inminencia del agotamiento del petróleo y otros recursos vitales, a los que se añadían los daños ecológicos consecuencia del consumo irresponsable
Las sociedades salidas de la pobreza no la consideran moralmente superior; al contrario, lo que desean es más riqueza cuanto antes y para el mayor número posible de personas, como puede verse en China, India o Turquía. No, el regreso de la ideología del decrecimiento es, como de costumbre, otra manía de las sociedades privilegiadas. El Club de Roma, creado en el dudoso annus mirabilis de 1968, popularizó la alarmista teoría de los Límites del Crecimiento y la necesidad de restaurar los miedos apocalípticos del neomalthusianismo, reciclado por economistas del MIT americano. Sus previsiones insistían en la inminencia del agotamiento del petróleo y otros recursos vitales, a los que se añadían los daños ecológicos consecuencia del consumo irresponsable, denunciado cuando el llamado “tercer mundo” luchaba por consumir lo necesario para no morir de hambre y enfermedad. Incluso algunos pronosticaron el fin de la civilización antes del año 2000, el favorito de los milenaristas informáticos o neomayas, pero el Club de Roma se equivocó en lo mismo que Malthus, aunque sin sus excusas: no previó que el propio desarrollo económico encontraría alternativas y recursos desconocidos. Lejos de colapsar, el crecimiento económico mundial no paró de crecer después de 1968.
Economistas menos famosos y más serios, como Robert Solow y sus seguidores, explicaron bastante bien por qué la economía crecerá en condiciones adecuadas de inversión de capital y trabajo. Así que la expansión global del crecimiento económico disminuyó rápidamente las antaño pavorosas diferencias mundiales de desarrollo socioeconómico. Esta enorme mejora no ha convencido a los partidarios del decrecimiento porque la suya es una fe política que, como todas ellas, impide creer el visible desarrollo meteórico de las economías del antiguo tercer mundo siempre que, como les pasa en Latinoamérica, no caigan una y otra vez en políticas económicas irracionales, corruptas y nacionalistas.
Porque la apología de la pobreza económica es, como reprochó Karl Marx al anarquista utópico Joseph Proudhon por su “filosofía de la miseria”, mera miseria de la filosofía
Las ideas políticas y morales son importantes para la economía porque el crecimiento actual depende mucho más que antes del talento, la creatividad y la innovación; más que de los recursos naturales y la demanda tradicional. Serán la inteligencia, la ciencia y la I+D+i las que resuelva la crisis energética desarrollando nuevas fuentes, renovables y nucleares, que sostengan el necesario crecimiento del consumo evitando dañar de modo irreparable al medio ambiente y evitando que la desigualdad crezca a cotas insoportables. Porque la apología de la pobreza económica es, como reprochó Karl Marx al anarquista utópico Joseph Proudhon por su “filosofía de la miseria”, mera miseria de la filosofía. Crecer o colapsar, esa es la elección.