ABC 18/11/12
JON JUARISTI
La moratoria aprobada el jueves no exime al Gobierno de su deber de abordar cuanto antes una reforma de la Ley Hipotecaria
QUÉ curioso que nadie haya sacado a relucir, con ocasión de la gran bronca de los desahucios, una de las poesías más celebradas del siglo XX español: Elembargo, de José María Gabriel y Galán (1870-1905). Fue la más difundida de su colección de Extremeñas (1902), composiciones en dialecto que Gabriel y Galán escribió durante sus años como maestro en el Guijo de Granadilla (Cáceres). Salmantino de cuna, el vate se naturalizó extremeño por apego a su plaza de destino, lo que le premiaron los guijenses con el título de hijo predilecto del pueblo. Gabriel y Galán agradeció la distinción con versos dignos de Auden («¡El Guijo tiene otro hijo/ desde este grato momento!/ ¡Yo soy el hijo que al Guijo/ le da vuestro Ayuntamiento!»). Obsérvese el sutil retruécano que juega con los significados administrativo y sexual de la última palabra. Un genio, don José María. Pero, como no era inglés ni homófilo, pese a haber confesado que durmió al raso con un vaquerillo como en una casta versión jurdana de BrokenMountain, jamás logró el renombre internacional que merecía. No obstante, sus poemas iniciaron en los arcanos de la lírica y del Derecho Civil a varias generaciones de escolares españoles. Uno de los más solicitados en aulas y recitales fue el arriba mencionado, que comenzaba con una invitación cortés («Señol jues, pasi usté más alanti/ y que entrin tos esos…»), para alcanzar poco después un violento paroxismo: «Señol jues, que nenguno sea osao/ de tocali a esa cama ni un pelo,/porque aquí lo jinco/ delanti usté mesmo». Conseguía de este modo aquella brillante síntesis de delicadeza y agresividad que caracterizó en la Provenza medieval al sirventés, con el encanto añadido de hacerlo en una lengua poética tan convencional y hermosa como el occitano de los trovadores: el castúo, que Luis Chamizo, el alfarero de Guareña, llevaría veinte años más tarde a su plenitud clásica.
Embargos y desahucios fueron incidentes consuetudinarios en la España rural del XIX, pauperizada por la desamortización de comunales. Con todo, la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 había vetado ya las confiscaciones judiciales de mobiliario cuando Gabriel y Galán concibió su poema, que tiene por ello un sabor arcaico e inactual sin perder un ápice de su fuerza emotiva. La Restauración permitió así a los desahuciados salvar los muebles. En una atmósfera mucho más tensa y patética que la evocada por el poeta del Guijo, el Gobierno ha aprobado un decreto para paliar el atroz impacto social de los desalojos, que consiste en una mera moratoria —dos años— del lanzamiento para aquellos casos en que se den una serie de condiciones salariales y familiares de los deudores. Bien está, aunque no demasiado bien. Acusa la improvisación y el desconcierto del ejecutivo, apremiado por una campaña histérica en los medios, el ventajismo de la oposición y la necesidad de tranquilizar a los gobernantes iberoamericanos en la cumbre de Cádiz. El decreto del jueves, por supuesto, es legal, pero no una ley. Conforta más que la vaga declaración de intenciones de la banca, pero no suprime la ansiedad social. Alimenta la confusión en su afán de definir —tan bienintencionada como arbitrariamente— los umbrales económicos de la pobreza y vulnera el principio de isonomía al dividir a los morosos en dos categorías, según su grado de punibilidad inmediata. En este asunto, la responsabilidad de gobernar implica legislar sobreponiéndose al clima sentimental del momento presente. Y dejarse de poesía filantrópica, que la oposición la hace mucho mejor. De hecho, es lo único que sabe hacer la izquierda, aunque no tan bien como Gabriel y Galán (que, por cierto, era conservador y católico).