Manuel Ruiz Zamora-El Español 

  • El autor reivindica la moderación política frente a los maximalismos de los extremos y valora la posición que está teniendo Ciudadanos de tender puentes. 
 

 

Las anomalías políticas a las que hemos asistido en algunas de nuestras Autonomías han propiciado que el concepto de equidistancia, como forma de posicionarse entre dos opuestos antagónicos, se halle muy desacreditado, tanto desde un punto de vista político como moral.

Si a ello le añadimos el hecho de que vivimos en un país que, ya desde sus orígenes, se desarrolla en términos de cruzada, es decir, de adhesión ciega y militancia, entonces es perfectamente comprensible que las actitudes equidistantes, que implican siempre un cierto grado de prevención y escepticismo, sean contempladas con toda clase de suspicacias. En España, las diferencias entre teología y política siempre han sido muy difusas.

En realidad, la condena de la equidistancia nos viene ya perfectamente codificada desde la Biblia: cuando Poncio Pilatos se lava las manos para dar a entender que no va a inmiscuirse en las disputas de sectas rivales está ya instaurando para toda la eternidad la dimensión de deshonestidad y cobardía que, presuntamente, albergan las disposiciones equidistantes.

Y es, hasta cierto punto, natural que así sea, porque al desvincularse del curso de la acción, al eludir tomar partido, el equidistante incurre en una doble falta moral: por un lado, contribuye con su inhibición al posible triunfo del mal, pero, además, su actitud resulta aun más execrable que la del malvado, el cual, al menos, tiene la dignidad de exponerse directamente a las consecuencias de sus actos. Desde esta perspectiva, la equidistancia no solo sería parte del mal, sino que, en determinadas circunstancias, podría operar incluso como la indispensable condición de posibilidad del mismo.

Volvamos de nuevo a lo que ha ocurrido en alguna de nuestras autonomías, esas que, a pesar de su condición periférica, o tal vez por ella, se empecinan en situarse como centro de los problemas: ¿podría imaginarse, desde cualquier punto de vista, que iba a llegarse hasta donde se ha llegado en Cataluña sin la concurrencia necesaria con el nacionalismo de las fuerzas que han hecho de la equidistancia una de sus señas de identidad políticas? No podemos extrañarnos, por tanto, de que el concepto de equidistancia se haya impregnado de toda clase de implicaciones desfavorables.

Ahora bien, no siempre es ese el escenario. Puede darse el caso, por ejemplo, de que la ciudadanía se viera obligada a escoger entre dos extremos igualmente indeseables. Y tal es el escenario en el que, cada vez con mayor nitidez, comenzamos a encontrarnos en España.

El clima de entendimiento se ha ido despeñando hacia antagonismos ideológicos cada vez más extremos

Aristóteles, apóstol filosófico por antonomasia del término medio, establece, sin embargo, algunas distinciones al respecto. Siendo la virtud un punto intermedio entre el exceso y el defecto, no sería lo mismo, por ejemplo, la equidistancia entre la cobardía y la temeridad o entre la tacañería y el despilfarro que la que se produciría entre la vida o la muerte o entre el robo y la honradez.

Es decir, hay veces en las que el término medio está en los extremos, por eso las posiciones equidistantes entre quienes defienden un espacio de entendimiento en el que todos puedan caber y aquellos que pretenden excluir a cualquiera que no piense ni sienta como ellos se asemejaría más a la expresión de un vicio, de pusilanimidad o cobardía, que a la de una virtud.

Uno de los mayores logros de la Transición, si no el mayor, fue haber sabido encontrar, tal vez por las circunstancias políticas extremas, puntos de encuentro y entendimiento entre las posiciones políticas más diversas. No obstante, por circunstancias de diverso tipo, este escenario se ha ido despeñando en los últimos años hacia antagonismos ideológicos cada vez más extremos.

El punto de inflexión, en tal sentido, lo representan, por supuesto, las políticas de franca ruptura con los consensos de la Transición que se inician con los gobiernos de Zapatero, y que, en una lógica inexorable, darán lugar a la irrupción en la arena política de una fuerza expresamente antisistema como Podemos, un partido que no esconde sus deseos de dinamitar las bases sobre las que se asienta nuestra convivencia democrática.

Era solo cuestión de tiempo que, como reacción a ello, una parte no mayoritaria, pero importante de la derecha se dejara arrastrar por esta situación de unilateralismos enfrentados en la que, cada vez con mayor nitidez, nos encontramos.

No entremos ahora en definiciones más o menos convencionales, pero, más allá de sus expresas declaraciones de adhesión al orden democrático (que, en muchos casos, me consta, son sinceras), el partido Vox no puede esconder un componente decisivo y, en ocasiones, francamente desagradable de franquismo sociológico. Si a todo esto le sumamos los efectos devastadores, tanto económicos como sociales de la crisis que nos espera, habremos de admitir que el panorama político en el que nos encontramos es francamente preocupante.

Frente a las emotividades desbocadas, nunca ha sido tan necesario mantener la sangre fría

Precisamente por ello, la equidistancia, en mi opinión, se impone ahora casi como un imperativo de la razón, en un estricto sentido kantiano. Frente a las emotividades desbocadas de los extremos, nunca ha sido tan necesario mantener la sangre fría para abordar grandes acuerdos políticos que contribuyan, por un lado, a reconstituir las partes más dañadas del edificio (economía, educación, empleo…), pero, por otro, a revertir el peso de lo político hacia los espacios del centro, es decir, allí donde aun es posible el diálogo bienintencionado entre las partes.

Cuando Chaves Nogales, guía moral de todos los equidistantes hispánicos, en el excelso prólogo de su libro de relatos A sangre y fuego, afirma que “entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo”, está haciendo una declaración ética de principios que, vista desde la atalaya de los años, era entonces, como vuelve a serlo ahora, la única opción moralmente aceptable.

Nosotros, por supuesto, aun no nos encontramos inmersos en una dinámica de enfrentamiento tan abierto, pero sí en un panorama político tan encanallado como para que la única opción válida sea aquella que trate de romper esa dialéctica irreconciliable a la que, de forma en absoluto inocente, están tratando de abocarnos.

Por eso, resultan, en mi opinión, tan valientes (y, creo, que inteligentes) los últimos movimientos de Ciudadanos. Contra las interpretaciones maximalistas que, desde una parte de la unilateralidad, se han hecho de los apoyos puntuales que esta fuerza política le ha prestado al Gobierno, hay que recalcar que son precisamente eso: apoyos puramente circunstanciales que no significan, en ningún caso, apuntalar el nefasto gobierno de Pedro Sánchez. Es más, han contribuido a crear suspicacias tanto dentro de este, como entre él y sus socios anticonstitucionales.

La paradoja que de ello se deriva es sumamente interesante: mientras Vox, con su beligerancia, no solo divide el voto de la derecha, sino que contribuye a reforzar la adhesión al gobierno de sus votantes más moderados, Ciudadanos, con su realineación en el centro izquierda, propicia, por una parte, la concentración de voto en la derecha, al tiempo que rescata a todos aquellos que, desde la izquierda, se encuentran escandalizados con las políticas sectarias y antidemocráticas de Pedro Sánchez.

Es, por supuesto, una apuesta arriesgada, y mucho más en un panorama político tan tenso, pero no solo es una apuesta necesaria en términos de partido, sino también en términos de país y, sobre todo, en términos de democracia.

*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo y escritor.