Déficits de la política contra ETA

ABC 15/10/13
ROGELIO ALONSO

· «La legalidad sí supone impunidad. Una impunidad que le permite al nacionalismo radical desplegar una intensa actividad propagandística que, ante la escasa respuesta del Estado, mina su legitimidad y perpetúa la violencia como ideología. Mientras el gobierno parece conformarse con que ETA deje de matar, los radicales persisten en la crucial batalla de las ideas que será la que dirima si el terrorismo ha sido derrotado de verdad»

Durante dos años se han celebrado con total impunidad numerosos homenajes a terroristas. Ante esta tolerancia, ¿supone la reciente operación policial contra Herrira un cambio de política o solo un golpe de efecto que no irá seguido de iniciativas que tan lógicas resultarían? Motivan estas dudas la errática actitud del Gobierno, pues al llegar al poder asumió la política antiterrorista del anterior Ejecutivo que tanto atacó adoptando medidas que su propio electorado ha criticado. Entre ellas un plan de reinserción rebajando exigencias a los presos etarras o la excarcelación de Bolinaga sin que, al contrario de lo que señaló el ministro del Interior, ninguna ley exigiera liberar al criminal que continúa burlándose de sus víctimas. Todo ello mientras terroristas buscados por la Justicia camparon a sus anchas en Noruega sin la oportuna reclamación del Estado español.
El Gobierno ha subestimado retos derivados del terrorismo incumpliendo relevantes compromisos en este ámbito. Parece minimizar que el movimiento terrorista ha interrumpido algunas de sus expresiones –los atentados–, pero que aún persigue objetivos políticos a los que no renuncia. El Estado no está combatiendo con todos los recursos a su alcance el fortalecimiento político de ETA, permitiéndole un triunfo estratégico con el que neutralizar la debilidad operativa que le llevó al cese de atentados. El entorno terrorista sigue buscando la exclusión política y social de sus víctimas y de media sociedad vasca. Lo evidencia la consolidación de una atmósfera exculpatoria del terrorismo y del proyecto político de ETA. También la progresiva marginación del PP vasco derivada tanto de la falta de regeneración social y moral que el Gobierno debería acometer para reparar el daño causado por el terrorismo como de las incoherencias de sus dirigentes: un día apoyan normalizar relaciones con Bildu, otro aseguran que el PP no debe quedarse en referencia de firmeza ante ETA porque el terrorismo ya no preocupa. Sin embargo, las consecuencias políticas y sociales del terrorismo están muy presentes y requieren respuestas.
Al hacer invisible a ETA se favorecen sus objetivos, entre ellos la socialización en una cultura política nacionalista sin la condena del terrorismo y, por tanto, la verdadera deslegitimación de quienes lo han practicado y justifican. Cuando Arantza Quiroga declara que en «un País Vasco sin ETA tenemos que ser capaces de buscar nuestra utilidad», infravalora a su partido y contradice su propio discurso prometiendo exigencia para el mundo de ETA. Ignora además que el PP vasco fue recompensado en las urnas cuando combatió a ETA sin complejos en todos sus frentes –incluidos el político y el ideológico– y que la continuidad de aquella tarea es obligada para impedir que la banda consiga unos objetivos contaminados por los asesinatos. La exclusión política del PP vasco que el nacionalismo está logrando descansa precisamente en la asunción por parte de aquel de las reglas del juego fijadas por estos: pasemos la hoja de ETA y evitemos así la condena del proyecto político nacionalista de ETA y, por tanto, la regeneración política y social que la sociedad vasca precisa. Cierto es que ETA ha dejado de matar, pero también que ambiciona más poder para sus representantes políticos.
Por ello prometía el programa electoral del PP «impedir la utilización de las instituciones en cualquier actividad de apoyo, justificación o legitimación del terrorismo y sus responsables», sin que el Gobierno muestre voluntad de cumplirlo. Lo evidencian el centenar de recibimientos a etarras y otros muchos actos de los sucesores de Batasuna con la misma impunidad que solo provocan indignación. «El contador está en marcha», repite el ministro del Interior, anunciando una «ilegalización sobrevenida» si se mantienen las repetidas conductas de exaltación terrorista de ETA. Sin embargo, como escribió Aurelio Arteta al referirse al «espectador indiferente», la indignación es un sentimiento que precede al afán de justicia, pero no es su condición suficiente: las palabras necesitan hechos.
El horizonte de ilegalización constituye una trampa retórica para confundir a la opinión pública. Las esporádicas amenazas de ilegalización si se rebasasen las «líneas rojas» del Tribunal Constitucional ocultan deliberadamente que la legalización de los «testaferros» de ETA –como los definió el Supremo– se produjo imponiéndoles unos límites por los que ya deberían ser ilegales. Esa legalidad se logró pese a la ausencia de una condena del terrorismo que hoy solo se solicita, pero no se exige. Como destacó el voto discrepante de Manuel Aragón, el TC ignoró su propia doctrina en la que se exigía «una condena inequívoca de lo que ETA ha representado», condena ausente en las declaraciones de rechazo genérico de la violencia que el tribunal valoró tan positiva como injustamente.
Por eso, al contrario de lo que el ministro del Interior repite, la legalidad sí supone impunidad. Una impunidad que le permite al nacionalismo radical desplegar una intensa actividad propagandística que, ante la escasa respuesta del Estado, mina su legitimidad y perpetúa la violencia como ideología. Mientras el Gobierno parece conformarse con que ETA deje de matar, los radicales persisten en la crucial batalla de las ideas que será la que dirima si el terrorismo ha sido derrotado de verdad. Difícilmente lo será mientras gran parte del lenguaje del nacionalismo se mimetiza en una sociedad en la que su hegemonía como cultura dominante no es desafiada. Los gobiernos intentan cambiar escenarios construyendo mayorías, pero estas no se vislumbran en el País Vasco, donde el constitucionalismo limita su combate ideológico a la mera repetición de eslóganes asumiendo con frecuencia parte de la propia retórica nacionalista que a veces denuncian.
En cambio, el nacionalismo, con una compacta estrategia que aplica mediante infinidad de actos políticos, sociales y culturales, cuestiona constantemente Estatuto y Constitución, o sea, lo que ETA intentó destruir. Numerosos son los foros en los que el nacionalismo difunde su interpretación del marco jurídico-político y la violencia sin el debido contrapunto del Estado. Esa narrativa promovida desde las propias instituciones, pero no solo a través de ellas, refuerza el blanqueo de quienes justifican el terrorismo, aportándole una peligrosa legitimación simbólica. Insuficiente resulta oponer una frágil contra-narrativa reducida a repetir el mantra de la derrota de ETA mientras se evidencian triunfos para el proyecto ideológico de quienes justifican el asesinato. Mientras unos comprenden perfectamente la importancia de la batalla de las ideas y los esfuerzos que precisa, otros renuncian a reconstruir el tejido social decisivo para abordar con determinación la auténtica deslegitimación de ETA y de su proyecto político. Sin una política antiterrorista que verdaderamente derrote al terrorismo y a las ideas nacionalistas que lo justifican parece imposible la necesaria desradicalización de una sociedad todavía condicionada por el legado de la violencia.