Deformar la Historia, adaptar hechos pasados al presente para que encajen con una determinada realidad política o directamente inventarse acontecimientos es una práctica tan antigua como la propia Humanidad. Así, por ejemplo, la fundación de Roma por los míticos Rómulo y Remo fue una historia que se fue adaptando a los vaivenes políticos de la Monarquía, República e Imperio Romano. Esta tendencia siguió en la Edad Media, la Modernidad y ha llegado a nuestros días, generando una auténtica disociación entre lo que la ciencia histórica demuestra y determinados intereses políticos.
Este asunto de deformar la Historia afecta a todo el globo, a todos los países y a todas las sociedades. Tanto en España como en el País Vasco tenemos nuestras cuestiones con este asunto. En Euskadi hubo un maestro en esta práctica, Sabino Arana, fundador del nacionalismo vasco. Elevar a categoría de historia leyendas -como hace en ‘Bizcaya por su independencia. Cuatro glorias Patrias’, escrita en 1892- o reinterpretar según sus hipótesis la propia historia de Bizkaia como una secular batalla contra una Castilla -luego España- en constante embestida contra esta región fueron algunas de sus actuaciones. Su objetivo político era claro: demostrar de alguna manera que lo que el llamaba pueblo vasco había estado en una decidida y mantenida en el tiempo lucha contra la ocupación y en una búsqueda constante de su independencia.
También desde el mundo del nacionalismo vasco radical este tema ha traído cola. La negra historia de ETA sigue experimentando a día de hoy, casi diez años después del fin del terrorismo, enconados debates y no pocas polémicas entre los y las historiadoras y otros grupos que se dedican a deformar sucesos de ese pasado para hacer que encajen con un determinado relato. Esta dinámica prácticamente comenzó con el primer asesinato de ETA en 1968 y ha perdurado hasta hoy, alimentando la llamada teoría del «conflicto» o de los «dos bandos», una visión de la historia que defiende que hubo un conflicto secular entre vascos y españoles jalonado por distintos episodios, siendo los más recientes las guerras carlistas, la Guerra Civil y el propio régimen franquista.
Si bien es cierto que esta visión se basa en evidencias reales, no es menos cierto que omite algunas otras evidencias, como la fuerte presencia y gran apoyo que tuvo el carlismo en Álava y Navarra, o la amplia gama de grises que jalonaron la experiencia vasca del franquismo y que demuestra que ésta no fue un blanco y negro dicotómico, puntos todos ellos demostrados en rigurosos trabajos historiográficos.
La última manipulación o deformación de la Historia viene de un grupo político nuevo, aunque muy nostálgico del pasado franquista. Me refiero al partido de ultraderecha Vox y su propuesta en el Ayuntamiento de Madrid, a la que se han sumado tanto el PP como Ciudadanos, a los que Vox da apoyo puntual para sostener ese Gobierno. La iniciativa en cuestión propone quitar una calle en Madrid a dos socialistas que tuvieron un papel preponderante no solamente en su partido, sino en la política de la Restauración, la Segunda República y durante la Guerra Civil: Indalecio Prieto Tuero y Francisco Largo Caballero. Con esta propuesta deja patente cómo entiende Vox la Historia de España, especialmente la Guerra Civil y el franquismo, totalmente alejada del rigor historiográfico. Las palabras del líder de Vox Ortega Smith, definiendo a Prieto como «sanguinario y criminal» e instigador de un golpe de Estado resultan ilustrativas y engañosas
En realidad, tal y como han demostrado los historiadores e historiadoras que se dedican tanto a este personaje como al periodo histórico que cubre su biografía, referirse así a Prieto no solamente es falaz, sino que responde a una visión de la Segunda República y de la Guerra Civil que responsabiliza al legítimo Gobierno republicano de esta última. Es decir, una falsedad histórica en toda regla. Y es que desde hace años existen excelentes y clarificadores estudios historiográficos que contradicen esta perspectiva.
Cuando se trata de pasados traumáticos, a veces las pasiones se elevan por encima de los argumentos, y en esto la voz de la Historia puede verse diluida en el ruido político con fines partidistas. La Historia es una disciplina científica que no está ni para juzgar ni para emitir valoraciones morales de lo que estudia, sino para contar, con rigor y meticulosidad, lo que pasó, a partir de evidencias empíricas. Como dice Noam Chomsky en su trabajo sobre la responsabilidad de los intelectuales, hay que ser honesto para contar lo que se ve.
Pues bien, muchas veces, quizás demasiadas, las conclusiones de los y las historiadoras no llegan ni a oídos de la política ni de la sociedad en general. Una pena. La Historia debería ser tenida en cuenta a la hora de tomar decisiones políticas que la atañan, y no ser objeto de manipulaciones burdas que no contribuyen más que a una mayor confusión del conjunto de la sociedad.