Que el Carnaval es tiempo de transgresión es algo sabido, aunque en estos tiempos desnortados y con la brújula de lo ético desmagnetizada nadie sepa en que consiste eso de transgredir. Más transgrede el gobierno, podrían decir muchos. Pero una cosa es la licencia en la crítica – ahí tienen las chirigotas de Cádiz, implacables, mordaces, geniales – y otra lo visto en Torrevieja. Sí, esa misma Torrevieja que tan popular se hizo cuando allí estaban los famosos apartamentos que se regalaban en el mítico “Un, dos tres”, una localidad que ahora se tiñe de woke. Porque no podemos llamar de otra manera hacer que menores porten banderas LGTBI y dos números más en un desfile vestidos con medias, ligueros, pezoneras, tacones altos y, para remate de penas, titular esa barbaridad de comparsa “Prometer hasta meter”. ¿Cosificación sexual?¿Simple mal gusto?¿Ganas de quedar como los más modernos del pueblo?
¿Cuánta gente habrá que tenido que dar su visto bueno para tamaña monstruosidad? ¿A los padres ¿es pareció bien autorizar que a sus hijos los vistiesen como si se tratara del Orgullo? ¿Les hizo gracia verlos como camareras del Salón Kitty?¿O no dijeron ni mú por aquello de no quedar como unos fachas? ¿Es que acaso en Torrevieja gobierna la zurdería podemítica? Pues no, nada de todo eso. En aquella maravillosa ciudad del Levante español el alcalde es Don Manuel Dolón, del PP. Descontento no debía estarlo, puesto que felicitó a todas las comparsas en sus redes sociales diciendo que este carnaval había sido una fiesta llena de magia, color, música y sonrisas, con un “espectacular desfile nocturno”. El prócer municipal popular hizo extensiva su felicitación a la concejalía de fiestas, que tiene como responsable a doña Rosario Martínez, por su esfuerzo en aras de que dicho carnaval se posicione como referente nacional.
¿A los padres les pareció bien autorizar que a sus hijos los vistiesen como si se tratara del Orgullo?
Que Torrevieja y su carnaval han saltado más allá de nuestras fronteras está clarinete. Medio mundo se ha hecho eco criticándolo. En España hubiera sucedido lo mismo, pero quienes deberían denunciarlo están de acuerdo con vestir de travesti que debe cuatro meses de pensión a una criatura a la que vituperarían si hubiese acudido al desfile vestido de Cowboy, de Caballero medieval, de Batman, de Legionario, de futbolista, de torero o, en caso de ser niña, de princesita Disney, de enfermera, de hada madrina, de Blancanieves o de Reina. Los arquetipos del heteropatriarcado están condenados a arder en el infierno y ay de aquel padre que, atendiendo al ruego de sus vástagos, les permita disfrazarse de lo que quieran. Aquí prima el concepto transgénero. ¿Qué es eso de que un rapaz enarbole una pistola de plástico, una espada de porexpán o porte un casco de Darth Vader, o que una rapaziña se toque con una corona de purpurina, lleve una faldita de tul, se vista de sirenita o, para que no digan, quiera ir de policía? ¡Vade Retro!, dirá la banda del mirlitón empoderada.
Lo peor para la salud mental de la chiquillería es vestirlos del sexo al que no pertenecen – ojo, que si un crío quiere ir de princesa faltaría más, pero ustedes ya me entienden – y hacerlo, además, de manera morbosa. Servidor, que se crió en aquellos patios de escuela de los años sesenta recuerda que jugábamos a lo que nos daba la gana sin que ningún maestro – entonces los llamábamos así, con ese nombre tan bonito – aprovechase el recreo para influir en nuestros juegos, porque ese tiempo lo aprovechaban para fumarse un cigarrito, comentar la prensa deportiva con sus compañeros o para preparar la clase siguiente. Las dictaduras, ya se sabe.