José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Ser creíble es un atributo de la reputación y acaso nuestro presidente haya llegado a la misma conclusión que Mae West: «He perdido mi reputación, pero no la echo en falta»
En su ensayo ‘La condición humana’, Hannah Arendt glosa el ‘problema’ de su naturaleza y alude a la reflexión de san Agustín: “He llegado a ser un problema para mí mismo”. Aunque la filósofa duda de la posibilidad de que autónomamente los individuos seamos capaces de disponer de la lucidez suficiente para darnos cuenta de lo que el autor de ‘La ciudad de Dios’ se planteaba, existe la opción de que, mediante una introspección, se pueda lograr ese grado de consciencia sobre uno mismo. Una meditación profunda que no debe ser distraída ni alterada por el ruido exterior.
Apliquemos esta teorización de Arendt y del santo de Hipona al raro caso de Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, cuya relación con la realidad es muy problemática, inexistente respecto de sus propias palabras y aseveraciones y vertiginosamente cambiante en cuanto a sus decisiones. Si él no llega a la conclusión de que es un problema ‘para sí mismo’, no habrá manera de que desde sus entornos acudan asistencias para mejorarle.
Según escribió aquí el director de El Confidencial este domingo, el del presidente del Gobierno es un “caso de diván”. Podría. Lo que deberíamos tener por más cierto es que los adversarios, con sus descalificaciones (a veces improperios, insultos y denuestos), y los partidarios, con sus halagos (elogios a su resistencia, admiración a su tactismo), colaboran activamente en que Sánchez se crezca en autoestima y pierda así la oportunidad de reparar en un hecho incontrovertible: que él —agustinianamente— es un problema para sí mismo.
No importa la realidad sino ‘el relato’, por contradictorio que sea con los hechos, y mucho más si se manejan palabras de significado torturado (‘integral’, ‘aspectos más lesivos’), porque a estas, pese a su densidad, se las lleva el viento. Como escribió Cicerón, “no hay nada tan increíble que la oratoria no pueda volverlo aceptable”. Ocurre como con las comidas de los jueves con el secretario general de Podemos, que son tan tóxicas para Sánchez como favorables las manifestaciones abanderadas de Vox que, ante cientos de miles de ciudadanos, le redimen. Puestos a elegir, muchos creen que es mejor el estado de alarma con Grande-Marlaska de gran sancionador y especialista en cargarse la imagen de la Guardia Civil que las recetas de Santiago Abascal.
Todo lo que no mata, engorda. Prosaicamente dicho, esta es la rasante praxis política de Sánchez que se combina con el llamado pragmatismo (se admiten definiciones alternativas a esta) de Iván Redondo, su jefe de Gabinete, que podría pertenecer, además de al gremio de la consultoría, al fallero, por su pericia en el dominio de los fuegos artificiales. Un día más en la Moncloa es un día menos fuera de ella. La política del presidente es propia de un bróker bursátil no especialmente cuidadoso con las buenas prácticas: suele comprar en corto y especular de continuo.
Si todo es bueno para la metáfora conventual en la que se puede reconocer el palacete de la Moncloa, habría que evitar (también por civismo) algunas formas de crítica energúmena que a Sánchez le procuran un especial placer. Agotar la relación de insultos y verterlos en artículos, tertulias, editoriales o discursos, todos ellos dirigidos a su persona, le colma de felicidad y desmerece a quien así se desahoga. Nada le resultaría más arriesgado al presidente de nuestro Gobierno que enfrentarse a una actitud serena ante su errático comportamiento. Hay que darle pista a Sánchez y dejarle que averigüe —difícil será que lo haga, pero no imposible— que ha llegado a ser un problema para sí mismo. La meditación —recuérdense los ejercicios espirituales según Ignacio de Loyola— se practica en el silencio.
Por eso son equivocadas muchas de las tácticas de la oposición que rebosan impaciencia y resultan atrabiliarias y ruidosas, como el golpeteo sobre cacerolas y sartenes. Lejos de descolocar a Sánchez, le recolocan, entre otras razones, porque él siempre juega con la ventaja de desmentir sus palabras y decisiones y hacerlo sin alteración de la coloración de su rostro. Sufre, desde luego, su credibilidad. Pero ser creíble es un atributo de la reputación y acaso nuestro presidente —después de tanto zigzagueo— haya llegado a la misma conclusión que la inolvidable Mae West: “He perdido mi reputación, pero no la echo en falta”.
Después de unos cuantos años en esto del análisis político y tras conocer a decenas y decenas de políticos, de los más convencionales a los más excéntricos, de los más sensatos a los más temerarios, llego a la conclusión de que dejarle a Pedro Sánchez consigo mismo es lo más productivo. Por dos razones: una primera, porque él se vale solo para perpetrar errores cada día de superior calibre y, otra segunda, porque, aunque es poco probable, quizá concluya que ha llegado a ser un problema para sí mismo. Es evidente, pero tiene que descubrirlo.