Hermann Tertsch, ABC, 14/6/11
Ahora la revolución se hará desde los despachos. Los enemigos serán los mismos, los que no se plieguen a la voluntad normalizadora
SOMOS muchos españoles a los que la suerte personal de los seis tristemente célebres magistrados del Tribunal Constitucional nos importa poco. Hace un par de días hubo un debate en «twitter» sobre las formas en que tantos querrían manifestarles su desprecio. Al final creo que todo quedará en el oprobio de ser recordados como quienes tomaron una decisión que condena a millones de españoles inocentes al dolor y al miedo. Y que lo hicieron para defender los intereses políticos, casi personales, de quien por méritos propios será recordado como el gobernante más nefasto que ha tenido España desde Fernando VII. Y que éste nos perdone. Todos ellos, incluido nuestro Alicia/Atila, llevarán muchos años en la jubilación, Dios les guarde larga vida, y seguirán siendo recordados como quienes abrieron las compuertas para que la marea tóxica parda inundara de nuevo una región española. Para que a través de las instituciones, la peste totalitaria se hiciera con el poder de control, intimidación y ruina de millones de españoles. Todos los ciudadanos de nuestra democracia, a los que nuestro Estado tiene la obligación de defender en sus derechos constitucionales, tienen plena legitimidad y razón para acusar a los arriba citados, con Rodríguez Zapatero y Pascual Sala a la cabeza, de haber arruinado en gran medida sus vidas. Con imposible arreglo para los inmensos daños efectivos que ya se dan y avecinan. En gran parte irreversibles. Ya no hablamos aquí de decisiones políticas más o menos controvertidas. Estas decisiones, tomadas por los citados y amparadas por sus cómplices en esta operación larga en el tiempo, han dejado inermes ante la brutalidad política y la voluntad de opresión del nacionalsocialismo vasco a todos los que no comulgan con su aberrante doctrina. Con manos libres para la «normalización», ese eufemismo con el que se menta al implacable rodillo de imposición de voluntades nazi-comunista, ETA puede dar tranquilamente por concluida su primera fase de la guerra revolucionaria para entrar en la segunda, ya con territorios conquistados y bajo su pleno control. Atrás queda la peligrosa campaña de guerrillas. Cincuenta años de sangre, de crímenes y también de sacrificios, de cárcel y de bajas, quedan atrás. Hoy sabemos que, aunque muchas veces pareció absurda y desesperada, ha sido un éxito rotundo. La legitimidad la han recibido del supuesto enemigo, del Estado, tomado por gentes comprensivas con la causa. Sorprendentemente para todos, hay que decir. Porque nunca nadie en ETA, —ni en los mayores delirios de los focos revolucionarios en los años sesenta y setenta— pudo imaginar que el éxito sería tan incontestable, tan rotundo y tan rápido. Y menos cuando en el año 2004 estaban contra las cuerdas y casi todos querían dejarlo. Y los militantes pedían protección, clemencia y soluciones individuales para concluir sus vidas en paz fuera de la pesadilla que habían creado. Ahora todos han vuelto a la causa. Y muchos se suman a los triunfadores. Con entusiasmo. Ahora la revolución se hará desde los despachos, con papel timbrado. Los enemigos serán los mismos, todos los que no se plieguen a la voluntad «normalizadora». Pero el brazo ejecutor llegará ahora ya hasta al último ciudadano, al último hogar. Nadie podrá esconderse durante mucho tiempo. Y a todos se les podrá hacer la vida lo suficientemente difícil para que tarde o temprano se rindan. Y acaben aplaudiendo a la tiranía, defendiendo la causa en la que jamás creyeron y pidiendo a la familia que por prudencia haga otro tanto. O se verá buscando algo de libertad y seguridad lejos de su casa, de su hogar, de su patria. Recordarán la traición. Su desprecio seguirá vivo. Y el mío.
Hermann Tertsch, ABC, 14/6/11