IGNACIO CAMACHO-ABC
- La oposición debería medir el riesgo de involucrarse en un proyecto viciado desde el origen en enfoque y en concepto
Como lo que aprobó ayer el Congreso no es la reforma de la ley del ‘sí es sí’ sino su toma en consideración –es decir, el inicio del recorrido parlamentario–, el PP y Vox están a tiempo de pensar su postura final sobre la propuesta cuya tramitación han aprobado. No sólo porque su colaboración contradice el principio táctico de que cuando el adversario se equivoca no conviene estorbarlo, sino porque existen posibilidades ciertas de que en vez de ayudar a corregir un mamarracho jurídico acaben convertidos en cómplices de otro desaguisado. Quizá tengan suerte y sus votos no resulten necesarios si el Gobierno y sus socios logran enderezar el desacuerdo que los ha arrastrado a un desconcertante espectáculo de encono interno, pero de no ser así la oposición debería medir el riesgo de involucrarse en un proyecto viciado desde el principio en su enfoque y sus conceptos. Y que más allá del escándalo de las rebajas de penas desprotege la presunción la inocencia y atenúa de manera arbitraria la carga de la prueba.
Es cierto que la alarma social desatada en la calle ante los descuentos de condena a los agresores sexuales merece una respuesta atenta por parte de un partido que se tenga por responsable. Y que en ese contexto se hace grande la tentación de poner de paso en un aprieto a Sánchez, obligándole a aceptar la ayuda que le niegan sus aliados habituales y abriendo una brecha de discordia en la cohesión del bloque gobernante. Pero esa clase de maniobras suelen tener efectos colaterales. En primer lugar, porque el Código Penal es una pieza muy delicada del ordenamiento donde cualquier tecla que se toque repercute sobre el resto y por tanto su manejo requiere mucha reflexión y mucho tiento. Y en segundo término porque en esta política del ‘relato’ es menester cuidarse del trazo grueso con que los rivales pueden tachar a su conveniencia sus propios yerros y atribuirlos a factores ajenos.
De momento la derecha puede disfrutar del cuadro de un sedicente progresismo encarnizado en una reyerta a estacazos y de un presidente cercado por sus contradicciones en plena efeméride feminista del 8 de marzo. Bien está: hacía tiempo que no se le veía tan acorralado entre la espada de sus pactos y la pared de una inconsistencia que ha terminado por desestabilizarlo. Pero a un personaje así no se le puede minusvalorar en su contrastado cinismo y en su determinación para escapar de un compromiso por el mínimo resquicio. No va a dudar ni un segundo en aprovechar el oxígeno que le den Feijóo o Abascal para implicarlos en sus conflictos. Las querellas con Podemos son pláticas de familia, discusiones puntuales entre vecinos de filas. Los favores del antagonista, en cambio, constituyen agravios que no se olvidan. Y a la menor oportunidad le echará encima las eventuales consecuencias imprevistas de una chapuza que no quiso impedir cuando podía y debía.