Ignacio Varela-El Confidencial

  • Es impresionante cómo la izquierda en el poder ha destrozado la celebración del 8 de marzo hasta hacer de ella una fecha maldita y temida por las feministas de buena fe

Hay escenas parlamentarias que quedan para la historia. Ayer, durante el debate sobre la toma en consideración de una proposición de ley del PSOE para rectificar la desdichada ley del solo sí es sí, sólo había dos personas en el banco azul: Irene Montero y Ione Belarra. Ellas monopolizaron la representación física del Gobierno en el acto en el que se escenificó la quiebra material de la coalición; la quiebra formal queda, probablemente, para algún momento posterior al 28 de mayo. 

No compareció en el debate el presidente del Consejo de Ministros, máximo responsable tanto de la tragedia legislativa como de la orden de rectificarla unilateralmente. Tampoco asomó la cara su vaporosa vicepresidenta segunda, lideresa teórica de la facción minoritaria del Ejecutivo. Ni la ministra de Justicia, pese a ser el Código Penal la materia que allí se trataba; ni el ubicuo Bolaños, pertinaz autor de negociaciones calamitosas. El páramo del banco azul en el debate ofreció una imagen patética de fin de trayecto. A las dos podemitas resistentes sólo les faltó volverse hacia el hemiciclo, con los brazos en jarras, exclamando: «Sí, nos han dejado solas, ¿pasa algo?».

A tenor del contenido y el tono de los discursos, un observador externo que no conociera los ángulos del caso pronosticaría una derrota aplastante de la proposición del PSOE. Tras el desganado parlamento de la portavoz socialista, cayó el diluvio universal sobre Sánchez y su partido. No hubo apenas diferencias entre quienes se proponían votar a favor, en contra o abstención: todos lanzaron durísimas reprimendas al presidente ausente, apuntando en su cuenta los “efectos indeseados” de la ley chapucera que se pretende tardíamente enmendar. 

El 28 de mayo se habrán contabilizado más de 1.000 rebajas de penas y más de 100 agresores sexuales excarcelados prematuramente. El arco parlamentario entero, desde la CUP hasta Vox, se ha concitado para que la factura íntegra del desastre la pague el Partido Socialista. Y este, con su torpeza inaudita en el manejo de las crisis que se le encadenan, les facilita la labor.

Tratándose de una votación preliminar de toma en consideración, que no compromete a nada en cuanto al fondo, no habría costado gran cosa pactar un voto afirmativo general, ganando el tiempo de la tramitación posterior para una negociación en el seno de la mayoría parlamentaria. Eso sería racional, pero las órdenes de Iglesias fueron tajantes: primero, situar la votación preliminar justamente en la víspera del 8 de marzo para ambientar adecuadamente el choque del día siguiente; segundo, plantear el debate y la votación como si fueran definitivos; tercero, arrastrar a Yolanda Díaz, a Garzón, a ERC y a Bildu, para dejar claro quién mueve los hilos en el Frankenstein. El pasmo de los socialistas entregando el banco azul a Belarra y Montero hizo el resto del trabajo. Iglesias perdió la votación, pero, sin duda, ganó la jornada. El otro ganador fue Feijóo, que, con el alivio adicional de la tonta abstención de Vox, pudo disfrutar la exclusiva del voto responsable. 

Un Gobierno normal en un país normalizado consideraría positivo que se rectifique un error legislativo; que su propuesta obtenga un apoyo amplísimo en la Cámara, y que se active por primera vez un consenso transversal en el espacio de la centralidad, dejando el no para las fuerzas extremistas. Sin embargo, para Sánchez todo eso resultó un oprobio y, sobre todo, plantea un galimatías infernal para gestionar los meses finales de la legislatura con un Gobierno escindido, una mayoría quebrada, unas elecciones territoriales en las que sólo puede perder, la economía de las familias asfixiada y el crédito político de Su Persona agotado. Todo lo que ha hecho el presidente del Gobierno en los últimos meses ha sido enredarse con sus propios pies, y no hay el menor síntoma de que el tamaño del enredo vaya a disminuir: el Sánchez de la recta final lanza puñetazos al aire como el boxeador al que le han abierto las dos cejas y su propia sangre sólo le permite ver una gran mancha roja.

Cuando se aproximan las urnas y se estrecha el margen temporal para invertir la tendencia, en la casa de Frankenstein ya son más quienes descuentan la derrota y se preparan para combatir al venidero Gobierno de la derecha que quienes aún confían en repetir un experimento que ha naufragado con estrépito y carece de alternativa con este liderazgo, puesto que es de conocimiento universal que Sánchez sólo puede permanecer en el Gobierno con la misma mayoría que hoy se desmembra entre imprecaciones. En esas condiciones, su petición de four more years pone los pelos de punta a cualquier persona sensata. 

Era de esperar que la coalición llegara fracturada al tramo final de la legislatura, aunque sólo fuera por hacer honor a la ancestral vocación fratricida de la izquierda. Pero el peor territorio posible para escenificar el cisma es el del feminismo. Es impresionante cómo la izquierda en el poder ha destrozado la celebración del 8 de marzo hasta hacer de ella una fecha maldita y temida por las feministas de buena fe. 

Lo primero fue aquel sectario “no, bonita, no” de Carmen Calvo, que pretendía extenderse un título de propiedad de una causa, la de la igualdad, que extrae toda su grandeza del hecho de ser universal y transversal.

Siguió la concentración imprudente de marzo de 2020, desafiando al covid. Aquel mismo día, las dirigentes del centro derecha tuvieron que abandonar el acto para que no las agrediera la nueva policía política de la sororidad. 

Después vino la guerra fría —que ya se ha hecho caliente— entre los lobbies feministas del oficialismo gobernante. Tras los aperitivos de la ley que deroga la biología, los diputados que se van de putas tras votar la abolición de la prostitución, la secretaria de Estado que prescribe cómo hay que gozar (¿qué sucedería si un secretario de Estado dijera públicamente que “no hay nada como una buena paja”?) y la agarrada de ayer en el Parlamento a causa de la infausta “ley de efectos indeseados”, las dos facciones se han citado en la calle para medir sus fuerzas. Me pregunto en qué pensó la delegada del Gobierno en Madrid al autorizar dos manifestaciones hostiles entre sí que parten de lugares peligrosamente próximos.

El 8 de marzo, una fecha otrora festiva, se ha ido oscureciendo progresivamente de sectarismo inquisitorial y necio. La de este año adquiere un tono siniestro de Duelo en OK Corral y se convierte objetivamente en una desconvocatoria para la gente a la que le gusta salir a la calle vestida de civil y no enfundada en un uniforme de combate partidista. 

No es la misma cosa el voto feminista que el voto femenino, pero sospecho que las contendientes de esta batalla indescifrable pueden estar perdiendo ambos a chorros. Si se tratara de un combate de boxeo, estaríamos ante un resultado inédito en la historia de ese deporte: KO simultáneo para los dos rivales.