Eduardo Uriarte-Editores

Una de las características más llamativas del lenguaje de los nacionalistas catalanes durante su proceso a la independencia fue el apoyo y referencia continua a la palabra  democracia con el fin de legitimar la iniciativa de ruptura política que estaban  – de nuevo en plena vigencia- llevando a cabo en octubre de 2017. En cierto sentido su apelación al pueblo, al pueblo protagonista que apoyaba la secesión, no dejaba de tener sentido, cuando el pueblo que no la apoyaba carecía de cualquier protagonismo, de existencia, en aquellos convulsos momentos.

Poco importaba que existiese otro demos, otro pueblo, el reconocido por la ley, el pueblo que políticamente no le interesaba a la secesión. Evidentemente, el pueblo que le interesaba era una parte muy pequeña del demos. No conociendo Sánchez qué es una nación -tampoco el que se lo preguntaba- desconoce que el demos, donde reside la soberanía -como en USA es  ”nosotros el pueblo de los Estado Unidos…”- es en el pueblo español, siendo éste el sujeto político de referencia que se desea obviar porque es contrario a su pretensión.

Desconfíen cuando de una manera machacona le repiten que tal iniciativa es democrática. Lo que su promotor está ocultando es el hecho de estar imponiendo arbitrariamente su propuesta apelando a un pueblo creado por él, precisamente el que apoya su iniciativa. El pueblo de Cataluña, Cataluña, dicho con más énfasis, cuando sólo es una parte de ella, o el pueblo alemán, o Alemania, como la enunciaba Hitler, no son más que instrumentos retóricos de una falsa argumentación. Tomar la parte por el todo, aspecto propio de las ideologías totalitarias.

La exaltación de la democracia, de la llamada al pueblo -conocida desde los orígenes de las tiranías que abolieron las democracias en las ciudades griegas- tiende a eliminar la democracia. En su tratado El Esencialismo Democrático (Editorial Trotta) Ruíz Soroa avisa de esta eliminación por exceso de ella misma, pues una democracia sin límites se orienta al caos y en este, a continuación, se erige el autócrata. Para evitarlo desde el siglo XVII filósofos británicos (tras una guerra civil y una dictadura) descubrieron la utilidad política del republicanismo, el límite a la voluntad política mediante el imperio de la ley, el gobierno de las leyes, Límite que intenta siempre arrumbar los que detentan el poder político. Finalmente, el liberalismo expondría además la organización, y limitación política, mediante los contrapoderes del Estado.

El ansia del actual presidente del Gobierno de repetir en el cargo aunque sea buscando votos debajo de las piedras, le ha conducido a buscarlos para alcanzar su investidura, además de en los herederos de ETA, en una formación cuyo líder es un prófugo de la justicia por el delito de declarar la independencia de una parte constitutiva del Estado español. El constructivismo legal que Puigdemont esgrimiera para la declaración de independencia de Cataluña, junto a la apelación a la voluntad democrática y al imperio de la decisión política, es exactamente lo mismo que el presidente en funciones va a hacer asumiendo la amnistía por aquellos hechos y propiciando en el Tribunal Constitucional una tesis constructivista de la misma y del referendum de autodeterminación. Todos ello bajo la coartada de procedimiento democrático y protagonismo de la política, aunque la ley, que es la que marca el límite de ambos en cualquier democracia, quede arrumbada. Triunfo, de nuevo tras el ascenso al poder de los nazis, del decisionismo político sustraído del pasado por el populismo hoy imperante, y que tuviera en Chávez su maestro para una izquierda desnortada como la española.

Resulta evidente que el respeto a las leyes que en toda práctica política y democrática debe regir, si quiere que la democracia prosiga, se echa en falta. Así como la Transición cultivó nuestras mentes en el respeto a la democracia no lo hizo en algo que le es necesario, el republicanismo, quizás por confundir el concepto con las dos malogradas experiencias republicanas que padecimos y que adolecieron, precisamente, de falta de republicanismo.

Sánchez, sobre el desconocimiento de lo que es una nación, porque nunca le ha interesado, erige un populismo izquierdista que va a impulsar dos conculcaciones constitucionales que destruyen el sistema de convivencia que hemos disfrutado tras la muerte del dictador, máxime cuando esas decisiones van en contra de la otra mitad de los españoles. Su exceso de voluntarismo en nombre de la generosidad, la democracia, la desjuicialización (eufemismo de obviar la ley) de la política, y la superación del conflicto (solo por la necesidad de los siete votos de Junts per Cat que padece) nos trae otro en su persona.