Si la expresión política de los sentimientos es una premisa intocable, cualquier objetivo se convierte en respetable. Si todos somos víctimas del conflicto, tanto vale la víctima del terrorismo como el victimario, que también será víctima, ni siquiera dispondremos de referentes morales. De esta manera no hay posibilitad de arbitrar con éxito la convivencia.
Colocaron el otro día en Zarautz un artefacto explosivo con el cívico anuncio adosado de «Cuidado, bomba». De esta manera se nos va institucionalizando el terror, de la misma forma que los funcionarios nos avisan sobre el agua no potable de una fuente o ante un paso a nivel sin barreras. Poco a poco las bombas de bajo efecto vuelven a nuestra vida cotidiana, con normalidad y con aviso.
Sin embargo, no pusieron ningún anuncio en la que dejaron en la Casa del Pueblo de Santutxu, ni en la de Azkoitia, ni avisaron de que iban a atacar la de San Francisco. Son objetivos socialistas que ETA sabe muy sensibles a sus acciones, porque sus líderes han apostado por un tiempo de esperanza. Lo cierto es que este terrorismo delicado hace tiempo que no mata, pero su presión continúa y llega lejos, porque cuando los políticos apuestan públicamente por abrir otro tiempo, por solucionarlo, los terroristas tienen mayor capacidad de condicionamiento. El que fracasa es el que ha puesto a repicar primero las campanas de la paz, y como en política nadie quiere asumir fracaso alguno, de aquí la capacidad de presión de ETA. Sólo la cita de la palabra negociación hace que ese minúsculo compromiso se convierta en una baza a gestionar por ETA, y un capote para embestir.
La capacidad de presión se nota hasta en el Parlamento vasco. A pesar de que se había acordado en febrero crear una ponencia de víctimas del terrorismo, lo que se ha constituido es una Ponencia de Víctimas a secas. Un foro, por consiguiente, también para los victimarios que acaban así, institucionalmente, igualados a las víctimas. El posible origen de toda esta aberración que vivimos es que no se le reconoce al Estado legitimidad alguna -y menos que sea el legítimo depositario de la violencia-, y sí demasiada a ETA porque, al fin y al cabo, exceso más, exceso menos, lucha por liberarnos altruistamente de la opresión.
Es posible que el origen de tanta inestabilidad política y de la misma supervivencia del terrorismo resida en la falta de legitimidad que la sociedad otorga al Estado, a sus leyes y a sus instituciones. Es posible que nuestra sociedad carezca de suficiente cultura política y ni siquiera reconozca las cosas fundamentales cuando están en serio peligro. Pero la deslegitimación, como no podía ser de otra manera, empieza, no tanto por los adversarios del sistema, sino por los que lo gobiernan, siendo el ejemplo paradigmático Ibarretxe. Convertir al Estado, como se oyó en el último debate en el Congreso de los Diputados, en tribuna para recordar pasados enfrentamientos civiles -lo que supone en cierta manera promoverlos- no favorece en nada nuestra salud política.
Animar el desconocimiento, vía falsificación, de referentes básicos para la convivencia da como resultado esta acracia de pandereta. La soberanía enunciada en el Congreso de los Diputados no reside en un pueblo -aquí está el quid de la cuestión- sino en el pueblo español en su conjunto, como ciudadanos de una nación en concreto. Ni tampoco los fundamentos políticos, la cultura política, pueden estar en contraposición en diecisiete sistemas educativos distintos. Al republicanismo francés no sólo lo erigió la Revolución, necesitó de la escuela nacional. Si hubiera existido de verdad aquí, no tendríamos que padecer políticos incultos que no le otorgan importancia a lo pactado ni recuerdan lo que se pactó. Así no puede existir ningún tipo de organización política.
Con delicado terrorismo, discursos de buena apariencia pero disolventes de cualquier convivencia, con legitimación de los sentimientos y las identidades, van desapareciendo los principios racionalistas básicos, fundamentales para que la política funcione. Si cualquier comunidad puede ser sujeto de cualquier tipo de derecho por grande que sea, lo tiene hasta llegar a la secesión. Si cualquiera tiene más legitimidad que el Estado, cualquiera se le puede imponer. Si hay que respetar la expresión política de los sentimientos como una premisa intocable, cualquier objetivo se convierte en respetable. Si todos somos víctimas del conflicto, tanto vale la víctima del terrorismo como el victimario, que también se convierte en víctima, ni siquiera dispondremos de referentes morales. Y de esta manera no hay posibilitad de arbitrar con éxito la convivencia.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 9/11/2005