JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 09/11/13
· La independencia de Quebec no es una opción unilateral que pueda ser definida por la sola voluntad de una mayoría cualquiera de los quebequeses.
El Parlamento de Canadá aprobó en 1999 la llamada Ley de la claridad. Esta norma, que establecía las condiciones y el procedimiento bajo los cuales sería admisible la segregación de una parte de la federación canadiense, ha sido objeto de un intenso cultivo académico y político con la vista puesta en aquellos Estados donde, como España, existen apreciables tensiones secesionistas.
Lo importante de la ley no era su extensión ni su complejidad. Ni es larga ni es complicada. Traducía en términos legislativos un dictamen del Tribunal Supremo de Canadá en el que, al tiempo que admitía la posibilidad de que un territorio de la federación –en este caso Quebec– pudiera llegar a segregarse, negaba la existencia de un pretendido derecho de autodeterminación. La independencia de Quebec, en la medida en que implicaría la desaparición de Canadá tal y como lo define su Constitución, no es una opción unilateral que pueda ser definida por la sola voluntad de una mayoría cualquiera de los quebequeses. Se requeriría la concurrencia de la voluntad de la federación mediante un procedimiento de negociación de buena fe que podría concluir en un acuerdo sobre todos los efectos de la independencia. Sólo entonces y mediando una enmienda constitucional, Quebec podría ser independiente.
La ley toma su nombre de la condición esencial que pone en marcha todo el proceso: la expresión clara de una voluntad mayoritaria a favor de la secesión como respuesta a una pregunta igualmente clara formulada en una consulta popular. Para no precipitarse en las extrapolaciones hay que aclarar que la Constitución canadiense habilita a todas las provincias para la celebración de consultas. En este caso, de lo que se trataba era de establecer las condiciones de un referéndum cuando éste versara sobre la secesión del territorio. Y quedó claro que esas condiciones correspondía definirlas a la federación a través del Parlamento. No valdría la mitad más uno de los votos con cualquier nivel de participación porque la opción de separarse no es equivalente a la de mantener la integridad de la federación. Ni valdrían tampoco preguntas tramposas sobre las opciones ante las que los votantes tendrían que pronunciarse. Tratándose de la independencia nada de «sí pero no» o «sólo un poco».
La afirmación de la potestad de la federación sobre las pretensiones unilaterales del separatismo quebequés y la resaca sufrida por el nacionalismo tras el fallido referéndum independentista de 1995, dio a la Ley de la claridad un merecido predicamento como la articulación jurídica y política de la mejor respuesta al secesionismo en el contexto constitucional de Canadá. Pero muy pronto –tanto como al año siguiente– para los nacionalistas la claridad resultó ser una condición excesiva y la negación del derecho de autodeterminación como título jurídico para la secesión unilateral de Quebec, una afirmación de principio inaceptable. Una ley impulsada por el bloque nacionalista en la provincia desafió los principios de la ley federal, arrogándose unilateralmente la decisión sobre la formulación de la pregunta en un eventual referéndum así como la fijación de la mayoría para validar su resultado –la mitad mas uno de los votos–. Como siempre, no han faltado en estos años los que, sin ser independentistas y en aras del consenso interno en la provincia, rebajaban la importancia de la ley ‘quebecois’ a una mera afirmación política de la singularidad de esa provincia sin pretensiones de eficacia jurídica directa. El argumento, sin embargo, no ha convencido al fiscal federal, que se ha unido al recurso en los tribunales contra esa norma promovido por un antiguo dirigente del extinto Partido de la Igualdad.
El caso es que la arquitectura constitucional de la Ley de la claridad parece debilitada por la expresión recurrente de los componentes etnicistas y divisivos del nacionalismo. Son estos componentes los que generan en el nacionalismo la reivindicación de un derecho de secesión unilateral que, en nombre de la autodeterminación, deslegitima el Estado democrático y la convivencia dentro de éste y busca convertir al conciudadano en extranjero, en eso que Stéphan Dion, padre de la Ley de la claridad, ha definido como el «daño moral de la secesión».
La claridad se ha entendido en Canadá como una condición de legitimidad democrática. En España el pacto constitucional requirió varios de los llamados «compromisos apócrifos», cláusulas de muchos padres, sobrentendidos compartidos. Esas fórmulas de acuerdos imperfectos pero funcionales son lo que el nacionalismo desde Cataluña nos advierte que es un tiempo pasado. Tampoco deberíamos engañarnos. Podíamos prever que este momento llegaría.
Queda la claridad, como la exhibida por Rajoy al declarar innegociables los artículos 1 y 2 de la Constitución y negarse a tragar las ruedas de molino de una reforma constitucional que, en contra de la evidencia, vende el imposible de satisfacer a los nacionalistas sin que estos nada comprometan. No es por casualidad que en Canadá –que de nacionalistas también saben mucho– la Ley de la claridad (artículo 1.4) establece expresamente que no cumple ese requisito –y, por tanto, invalidaría cualquier efecto de un eventual referéndum– una pregunta refrendataria que, dice textualmente, «además de la secesión de la provincia de Canadá, ofrezca otras posibilidades, en especial un acuerdo político o económico con Canadá, que convierta en ambigua la expresión de la voluntad de la población de la provincia sobre si esta debe dejar de formar parte de Canadá».
JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 09/11/13